El agua tiene un coste
La derogación del trasvase del Ebro incluido en el Plan Hidrológico Nacional (PHN) que el PP aprobó en 2001, y su sustitución por un ambicioso programa de inversión en plantas desaladoras para abastecer de agua al litoral mediterráneo (Valencia y Murcia, sobre todo, pero también Cataluña y Andalucía), ha reavivado un debate clásico en términos de pasión política y rivalidad territorial que impiden un acercamiento racional al problema. Igual que cuando se aprobó el plan, pero con las tornas cambiadas: las comunidades de Valencia y Murcia, gobernadas por el PP, se oponen a la derogación y protestan públicamente por ella, mientras que Aragón, que en su día rechazó frontalmente el PHN, se alinea ahora con el Gobierno y defiende el plan de desaladoras presentado por el Ministerio de Medio Ambiente.
Como en otras ocasiones decisivas, el Gobierno del PP impuso el Plan Hidrológico y el trasvase del Ebro sin preocuparse por articular el acuerdo político necesario para evitar la contestación pública y garantizar que el trasvase superaría el trance del cambio de Gobierno. Aquello que se fraguó sin consenso se ha deshecho sin él. Las quejas de las autonomías afectadas por la derogación tendrían sentido si el plan económico del trasvase se hubiera elaborado con precisión y teniendo en cuenta los costes reales del proyecto. Pero, desafortunadamente, no fue así. El precio del metro cúbico de agua colocado en la costa mediterránea es, una vez imputados los costes de infraestructura del trasvase, bastante más elevado que el reconocido por el Gobierno. Comparable al precio del metro cúbico obtenido mediante plantas de desalación.
En este debate tan enredado, la variable clave, el precio, estaba trucada en el PHN. Por lo tanto, la revisión del Plan y su derogación parcial están justificadas, tanto desde el punto de vista político como técnico. Lo que cumple ahora es articular un plan política y técnicamente aceptable que resuelva el problema de la llamada España seca sin incurrir en costes ocultos y precios trucados. Es pronto para decir si ese plan debe incluir un trasvase -menos colosal que el abolido-, además del programa de desaladoras; pero lo que sí deberá integrar sin duda es una nueva cultura del agua. Es decir, la articulación de un mercado del agua que acabe con la ficción de que es un bien gratuito utilizable en agricultura sin barreras ni limitaciones.
En realidad, hay dos problemas del agua. El del consumo doméstico puede resolverse con programas de desalación, puesto que el coste y el precio que se impone a los consumidores no distan demasiado. Pero la distribución del agua a un precio próximo al de mercado para utilización en la agricultura extensiva puede deteriorar la rentabilidad de muchas explotaciones que riegan con el litro subvencionado. El PHN ocultaba este problema ofreciendo una subvención a través de un precio artificialmente reducido en los cálculos del travase; las desaladoras no podrán ocultarlo. El nuevo precio del agua -fijado ya por el Gobierno para los más de 1.000 hectómetros cúbicos que requiere la cuenca levantina-, venga del Ebro o de desaladoras, causará probablemente una reconversión agrícola.
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