Alma de fado
Juega con su chal negro. Hay toda una mística del chal para las fadistas. A ella no le gusta que se lo toquen. Y tiene que ser un regalo: el chal del fado no se compra. La imagen de Mariza es poderosa. Con esas magníficas faldas anchas que acarician el suelo, su pelo teñido de rubio y ceñido al cráneo. Más importante: tiene sentido de la pausa y el silencio. Y se deja jirones de alma en esos fados tan sinuosos como la propia vida.
La segunda de las tres noches de la cantante portuguesa en el Albéniz empezó con ese tanteo tímido entre quienes todavía no se conocen bien, artista y público, aunque ya sienten que se gustan. Terminó con mucha emoción. La que erizaba vellos cuando Mariza cantó "gente de mi tierra, sólo ahora me di cuenta de que esta tristeza que traigo fue de vosotros que la recibí...". Se cuenta que un día, mientras cantaba, observó en las primeras filas a un señor llorando, y que casi se le quebró la voz.
Mariza
Mariza (voz), Antonio Neto (guitarra clásica), Luis Guerreiro (guitarra portuguesa) y Fernando Sousa (bajo acústico). Teatro Albéniz. Madrid, 3 de junio.
Hay cosas que no se aprenden. Amália Rodrigues no aprendió a estar sobre un escenario y Mariza tampoco. Porque no basta cantar bien, hay que poseer el don de transmitir desde el palco. Y para eso Mariza es una fiera. Mimosa y tierna, pero una fiera.
No hubo intermedio, pero sí una guitarrada que Mariza aprovechó para cambiar de vestido. Unos minutos de disfrute con la empatía de las dos guitarras esenciales del fado: la portuguesa, de seis cuerdas dobles de acero, y la clásica -en el país vecino llaman viola- con seis de nailon. La guitarra bajo sonó demasiado pulcra pese a un ligero balanceo africano.
Mariza nos trasladó a la Mouraria, el barrio mestizo de la vieja Lisboa donde ella creció y en el que vivió, a mediados del siglo XIX, Severa, hija de gitana y amante de conde. No existen registros de cómo cantaba aquella cortesana, pero le ha inspirado Há festa na Mouraria: la falda que se levanta y los requiebros de un fado que llegó al puerto lisboeta en forma de baile poco recatado. Le echó ovarios y bajó con sus músicos al pasillo central del teatro. Había que imaginarse en una casa de fados de Lisboa, con los instrumentos sin amplificar y el micro inutilizado. Sentimiento y arrojo.
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