Sin saber qué hacer
La gente avanza con cara de no saber qué hacer. Muy pocas veces se forma esa cara en el rostro de las personas. En una biografía personal, esa cara se forma una o dos veces, a lo sumo, y es una catástrofe.
En la plaza de Catalunya es donde se agrupan más personas con cara de no saber qué hacer. Precisamente son ciudadanos que están haciendo algo, suponiendo que se pueda hacer algo en el contexto que nos ocupa. Forman cola ante una unidad móvil de un banco de sangre. Son más de un centenar. Hacen cola en silencio. Parece que están haciendo cola para el autobús. La expresión neutra y colectiva tiene cierta belleza ciudadana. Es una expresión alejada de la épica, del orgullo o la vergüenza. Esa misma cara, mezclada con la de no saber qué hacer, es la que veo en el banco de sangre del hospital de Sant Pau, donde me encuentro con rostros conocidos. Los he conocido en la plaza de Catalunya. Se han cansado de esperar y han venido hasta aquí. Un retén de un centenar de personas va entrando, rellenan el papelillo en el que explicas lo de tu sangre, esperan, les llaman, les pinchan un dedo, les dan el OK y los ponen en camillas apelotonadas. El trámite se realiza con el máximo de asepsia.
Me llama un amigo médico, del sector bancario-sanguíneo. Me explica que las autoridades sanitarias madrileñas han dicho que tenían sangre suficiente. Que la sangre que damos los hombres y las mujeres que no sabemos qué hacer probablemente servirá para rellenar las existencias de los hospitales madrileños, que se han vaciado. Es pues probable que no se utilice para el fin que nos ha traído aquí a las personas con rostro de no saber qué hacer. Es probable que nos haya ayudado a recordar que el rostro que gastamos, desconcertado, es el único posible ante la sangre.
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