El instante mínimo

Hay en esta coreografía, de una delicada potencia visual, una especie de interludio, en la pieza que ocupa la mitad del espectáculo, la delectación de una intimidad tan pública que llega a sobresaltar por la meditada exactitud de sus expresiones. Es como un punto y aparte en un trabajo exclusivo y muy reconcentrado, que en realidad funciona como punto de engarce, casi de encaje, entre los acontecimientos precedentes y los siguientes, dentro de un hilo conductor de mucha narratividad de gesto que insiste una y otra vez en un asunto crucial, a saber, que el cuerpo es tan importante en su presencia como en su ausencia, en su movimiento como en la atención flotante hacia el desplazamiento de otros cuerpos escénicos observados desde dentro por otros bailarines presos de una inmovilidad momentánea.

Una ropa cómoda, pero muy bien elegida por Pilar Albadalejo, acoge en la última parte de este singular trabajo un asombroso despliegue de energías conectadas, donde los tonos de azafrán de una especie de pijamas fingidos van cambiando de portador y de significado hasta lograr un efecto muy teatral y vinculado a la sorpresa. Es uno de los buenos momentos de una coreografía que lo debe casi todo al talento escueto de Thomas Noone y a su disposición a no dar un solo paso más allá de lo necesario. Y eso que tiene que vérselas, en uno de los momentos más intensos de esta creación, con los arreglos para violoncello de una de las piezas de Philip Glass. Es un error considerar que la abstracción conceptual está reñida con el amplio repertorio de las emociones. Algo que distinguirá de una vez por todas quien tenga la suerte de disfrutar con este notable trabajo.