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Necrológica:
Perfil
Texto con interpretación sobre una persona, que incluye declaraciones

Recuerdo para un sabio (en memoria de Juan Iglesias)

"El Derecho es norma de convivencia". Así comienza el libro por excelencia a destacar entre lo mucho y bueno que escribió este infatigable maestro que enseñó a cientos de miles de alumnos, españoles y americanos, el alma de todos los cuerpos jurídicos, el Derecho de Roma. No era sólo una enseñanza erudita. Soportado en el rigor de un conocimiento exhaustivo de las fuentes y de lo investigado sobre ellas, el mensaje que transmitía era la necesidad de conocer y practicar instrumentos para convivir, para respetar al otro, para hacer palpable en la vida diaria el difícil arte de reunir la bondad y la justicia, fórmula en que la doctrina romana encerró la última significación de lo jurídico.

Ochenta y cinco años estuvo inculcando esas ideas. Seguía haciéndolo hasta horas antes de su muerte, cuando dejó inconclusas sus páginas de homenaje a uno de sus pares, Francesco de Martino. Sus amigos, sus discípulos, sus compañeros de trabajo, sabíamos que la amenaza pendía, pero nos habíamos acostumbrado a su pausada continuidad vital y laboriosa. Por eso el dolor de perderle ha sido todavía mas fuerte.

Ha llegado la triste hora de explicar a quienes no pertenecen a su mundo científico, ni a su entorno profesional, ni al mundo universitario, que todas las personas civilizadas y de buena fe tienen el mismo luto que los que le conocíamos y hablábamos con él de nuestros afanes comunes. No bastan para eso los currícula. Tengo ante mi vista la quincena de páginas de apretada letra impresa por donde desfila, como el ejército de hormigas en hilera que contempló Antonio Machado, la serie de sus libros, sus monografías, sus servicios en cargos académicos, sus honores, sus homenajes y premios, sus sociedades científicas, los juicios que le dedicaron, como investigador, como profesor, como escritor, muchas gentes ilustres. Pero al contrario de Marco Antonio con César, yo tomo la pluma para alabarle, no para enterrarle, y la alabanza no se puede vestir de catálogo, hay que hacer saber y decir claramente los motivos esenciales del elogio.

Sepan cuantos jamás se asomaron al Derecho Romano, ni a la vida universitaria, ni tienen por qué hacerlo, que ha muerto una persona que dedicó su vida a mostrarnos a todos, a ellos también, caminos de tolerancia, de paz y de bondad. Y que lo hizo con la perseverancia modesta y mineral de un verdadero profesor, ese sujeto que nunca puede dejar de laborear con su pensamiento, que constituye una herramienta de trabajo insensible a horarios, fiestas o jubilaciones. No es ninguna figura retórica, a él una ley torpe le jubiló inoportunamente, pero supo ingeniárselas para seguir sirviendo a la sociedad que le ofendía. Denunció, con más dolor que rencor, el atropello. Pero continuó ofreciendo el don de su oficio.

Si para innumerables estudiantes su manual de Derecho Romano ha sido la referencia que debía recordarse aquí, es en su estudio Aproximación a Roma (Estudios, Madrid, 1998) donde me parece adecuado citar a quien, ajeno al Derecho Romano, quiera conocer el estilo y el legado de Juan Iglesias. Aprenderá allí que la res pública "tiene su soporte en la libertad y en la concordia", que "antes que los hechos, antes que los datos, importan las ideas", que en "las costumbres y el espíritu, en el sentido volteriano" se descubre "el alma histórica", que "la historia del Derecho Romano no es sino la andadura de la idea de lo jurídico en su servicio a un fin radicalmente humano, cual lo es la forja de la sociedad".

Es en su monografía El espíritu del Derecho Romano (ediciones en Madrid, 1980 y 1984) donde puede emplazarse a quien cultive la cultura humana desde cualquier perspectiva, para que, como Virginia Woolf hacía que Orlando contemplase su inmensa casa dando sentido al horizonte, pueda entender, sin entrar en las fatigosas andaduras que deleitan a los especialistas, cómo esa parte de la Historia humana a cuyo desciframiento Juan Iglesias dedicó su vida, puede también dar sentido a nuestra necesidad actual de practicar la convivencia entre gentes diferentes. Tuvo la sabiduría y la pluma que le gustaban a Unamuno, su intemporal colega salmantino, pero supo manejarlas con un talante, con un aire de paz, quizá hoy más imprescindible aún de lo que lo fue la palabra airada para don Miguel.

Aún en el dolor de haberle perdido hay ocasión, ocasión que no debe omitirse, para manifestar que esas virtudes nacen de la redonda perfección de su obra en lo científico, en lo humano y en lo literario. Cuando publicó en 1971 su novela Don Magín, profesor y mártir, Cuadernos para el Diálogo no vaciló en comentar que "aborda, escrita en un hermoso castellano, la vida de un profesor universitario, planteando muchos de los grandes temas que hoy preocupan en la Universidad y en la sociedad". Repárese en la fuente de donde procede el juicio, y en la fecha en que se pronunció y poco habrá que añadir, para que se entienda que no fue ese relato un fugaz escapismo de su autor, sino una reflexión arriesgada y viva, pero hecha, cosa bien difícil, con el sentido exacto de la mesura necesaria para hacer así lo más incisivo posible su mensaje.

Y así continuó siempre. Vivió lo que le fue dado, del modo solicitado a los ancianos por Cicerón, otro de sus intemporales amigos, "una vejez que no sea lánguida e inerte, sino laboriosa, siempre haciendo o imaginando algo, de acuerdo con aquello a lo que uno se dedicó durante la vida que acarrea". Si como algunos creemos, el Derecho es el medio para la realización de lo justo en la convivencia humana, pocos como Juan Iglesias enseñaron tantas veces a tantos esa máxima. Pocos como él acertaron tanto en reiterar, desde su juventud hasta su última hora, un mensaje vital de bondadosa sabiduría.

Al lado de todo eso es adecuado recordar que fue premio Príncipe de Asturias de Ciencias sociales en el año 2001; que una academia española (la de Jurisprudencia y Legislación) y otra extranjera (la de Ciencias Morales y Políticas de Nápoles) tuvieron la fortuna de incluirle entre sus miembros, como la tuvieron en contarle entre sus profesores las Universidades de Salamanca, Oviedo, Valladolid, Madrid y Comillas.

Activo en todas ellas, asumiendo en cada momento en plenitud sus obligaciones de estancia y trabajo en cada una, según la vida lo fue disponiendo, su sede más significativa fue la Facultad de Derecho complutense. Digo que lo fue no sólo por su enseñanza e investigaciones en ella, cosas que justificarían de sobra lo que afirmo. Lo digo también porque allí fue donde aceptó ser decano en aquel año de 1956, venturoso y difícil, en el que, quienes éramos estudiantes entonces, decidimos que había que cambiar mucho determinadas cosas, insufribles ya.

En este adiós de quien hoy es su compañero de claustro, debe publicarse también el agradecimiento por su infinito servicio de conseguir, aceptando un cargo que no deseaba, que se reabriese una facultad reaccionariamente cerrada. Es la gratitud de una generación de estudiantes, aquellos que quedamos de los que hace 50 años empezamos la carrera. Es la gratitud además de quienes compartimos luego con él una profesión difícil, grata e ingrata como pocas. Es la acreditación de lo mucho que todos, dentro y fuera de ella, le debemos.-

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