El mono elástico
De pronto nos hemos dado cuenta de que Germán Burgos es una figura estelar. Con su gorrilla inestable, su pantalón embuchado en los calcetines, sus larguísimos brazos de gibón, su perfil de cacique y su recia sonrisa de actor secundario, ocupaba en la portería el mismo lugar que el apache de madera en la puerta del saloon. Allí estaba él, con las piernas arqueadas y los brazos en cruz, rumiando el chicle y la estirada, mientras sus colegas perseguían la pelota y la fama por los confines de la pradera.
Limitados a su rígido trabajo, los porteros empiezan a distinguirse por una forma de mirar. Como los centinelas, deben procesar indistintamente los movimientos y las intenciones de los intrusos; por eso suelen ser gente ensimismada. Impuestos en el contradictorio arte de esperar y decidir, de esperar con paciencia y decidir sin demora, son tipos dotados de un punto de sensatez y otro de locura. En realidad nunca sabremos si están listos o desprevenidos: tienen tal fijación con el detalle que en su obsesión por controlar las incidencias parecen resistirse a parpadear. Casi todos están, pues, un poco chiflados, y casi todos viven detrás de una máscara de goma cuyo único distintivo es la impavidez.
También es cierto que ninguna especialidad ha dado tantos deportistas malhumorados: seres como Khan o Schumacher han ilustrado la camorra del fútbol; utilizaron la tensión nerviosa como coartada, y en caso de duda trataron al contrario como se trata a un enemigo.
Por eso es tan reconfortante el estilo de Germán. En vez de ceder a la tentación de la sobriedad, tan valorada en su mundo de urgencias, él ha preferido integrarse en el espectáculo convirtiéndose en el espectáculo mismo. Sucesor de El loco Gatti, nunca ha perdonado una manopla de colores o un adorno fosforescente, ni ha permitido que el imperativo de la seguridad le arruine una tarde de fiesta; nunca se ha conformado con atrapar la pelota como el gato atrapa el ovillo o como el policía detiene al ladrón. Sabe que todo mano a mano es en realidad un intercambio de gestos y que la distancia entre el acierto y el error siempre se mide en milímetros, así que en casos de fuerza mayor, por ejemplo de un penalti en contra, cede a sus sueños de intérprete y se entrega a un exuberante despliegue teatral.
Con el estadio encogido, es capaz de hacerle un guiño al tirador y otro a a la cámara, de ofrecer un costado de la portería, de chasquear los dedos con la desenvoltura del pianista, de reconciliarse con sus fibras, de concentrarse en una nota musical, de despegar hacia la escuadra y de celebrar cualquier desenlace con una misma sonrisa.
De pronto hemos caído en la cuenta de que el área está huérfana. Devuélvenos la sonrisa, Germán.
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