La miseria cultural de la televisión
El tratamiento reservado a la cultura en las televisiones europeas es lamentable; en algunas de ellas, la española por ejemplo, es de bochorno. El tema es viejo, pero las cosas han ido a peor. En la década de los noventa, Milagros del Corral, de la mano de Federico Mayor en la Unesco, y el autor de esta columna, de la de Marcelino Oreja en la Comisión Europea, pilotamos un Estudio comparativo sobre los programas culturales de las cadenas públicas europeas de televisión en el que se partía del supuesto de que los procesos y los productos audiovisuales, en especial los educativos y culturales, aun teniendo condición mercantil, no agotaban en ella su razón de ser, pues asumían otras funciones esenciales tanto para el cumplimiento de los individuos como para la existencia misma de la comunidad. Por tanto, era suicida intentar encerrarla en cadenas exclusivamente culturales, ya que la generalidad de sus usuarios constituía requisito indispensable para que pudiera alcanzar sus objetivos.
En el informe se postulaba también que la evaluación de sus logros no se limitase al audimat y que se sustituyera la dictadura cuantitativa de la audiencia por un conjunto de indicadores cualitativos que reflejasen los niveles de satisfacción de los diversos sectores de la población telespectadora. Se apuntaba en particular al interés de explorar la productividad ciudadana de la televisión respecto de la modificación de comportamientos sociales -mayor participación en las elecciones, mayor prudencia en la circulación automovilística, mayor porcentaje de actos de solidaridad- directamente inducidos por determinados programas televisivos. El Estudio insistía también en los aspectos financieros en un doble sentido: aumentar la rentabilidad de los productos disponibles mediante su reprogramación en otros espacios; aumentar notablemente la financiación de programas culturales, condenados a administrar la precariedad y conquistar franjas horarias menos inaccesibles para su audiencia potencial.
Los destinatarios del informe, los Gobiernos, al comprobar que el mismo era incapaz de traducirse en votos, ya que para ese fin ya estaba ahí el fútbol, y para lo demás el mercado y sus milagros, decidieron olvidarse de él. Y así la televisión cultural, guiada por la experimentada mano del beneficio, continuó su implacable carrera ascendente a caballo de la degradación de los contenidos y del envilecimiento de las audiencias.
De vez en cuando, un ministro de Cultura se inquieta y alza la voz. Últimamente sucedió con el francés Jean-Jacques Aillagon, que encargó a Catherine Clément, filósofa y escritora progresista, un informe sobre la oferta cultural en la televisión pública francesa. El resultado ha sido un texto de 111 páginas que lleva como título La noche y el verano que son, según la autora, los únicos espacios que la televisión reserva a la cultura. Es decir, aquellos en los que está garantizada la ausencia de la audiencia. Reaccionando frente a esta condena a la exclusión, Clément pide que el servicio público audiovisual se inscriba en el preámbulo de la Constitución con el mismo rango y dignidad que la educación, pues merece la misma consideración que la enseñanza pública gratuita.
Pero para hacer efectivo ese derecho/obligación es capital adelantar las franjas horarias culturales, así como asociar al público mediante la creación de un Consejo Consultivo de Programas de 50 jurados, entre los que figuren necesariamente representantes de las asociaciones de telespectadores. Un director de las artes y la cultura en la televisión, del mismo nivel jerárquico que el responsable de programas, debería garantizar la calidad de los diversos magacines que Catherine Clément propone que se presenten en horas de máxima audiencia, así como responsabilizarse de la página cultural que debería acompañar siempre a los telediarios. Finalmente, para atraer al gran público, la autora insiste en la necesidad de crear varias veces al año un gran acontecimiento cultural que funcione como locomotora de la audiencia en el ámbito de la cultura televisiva. Acontecimiento que debe hacer efectivo el gran lema de Jean Vilar, "el elitismo para todos", o, en palabras de hoy, la excelencia de masa como divisa cultural del Estado democrático del siglo XXI. Pero, en nuestra democracia del siglo XX, ¿el avión cultural tiene piloto?
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