Oratorio profano para Miguel Hernández

Teatro Meridional es una compañía que lo es de cierto, en un momento en el que la mayoría son empresas productoras o marcas registradas por un director. Tiene su dramaturgo, Julio Salvatierra, que escribe obras nuevas o adapta clásicos y textos literarios bajo un prisma original (por ejemplo, Romeo, donde, un poco a la manera de Tom Stoppard reconstruía la tragedia de Shakespeare desde el punto de vista de la familia del protagonista masculino). Trabaja desde hace diez años con un equipo estable de actores que también se turna en la dirección, y aborda espectáculos muy diversos. Miguel Hernández, penúltimo de ellos, recrea la figura del autor de El silbo vulnerado utilizando como espejos a Josefina, su amada; Ramón Sigé, su amigo de juventud; Pablo Neruda, con quien compartió poemas e ideas en el Madrid republicano, y una figura alegórica, encarnada por una mujer, que viene a ser la inspiración, la musa o la poesía misma hecha deseo.
El montaje se desarrolla a golpe de flash-back: arranca en 1942, con Miguel Hernández agonizante en la cárcel de Alicante, escribiendo a Josefina envuelto en una manta. La muerte está cerca, y él, un poco títere roto en este momento de la interpretación de Álvaro Lavín, a punto de acceder a casarse por la Iglesia para dar validez a su matrimonio. Al fondo, un coro de sombras: Sigé, Neruda (uno está muerto; el otro en París, son como el diablo bueno y el malo: le dan consejos contradictorios) y las dos mujeres. Un cambio de luz, y el bulto moribundo envuelto en la manta se transmuta en un zagal que apacienta las cabras en los campos de Orihuela. Anda descalzo, y Sigé, tres años menor, bien trajeado, le pide que le lea unos versos en los que describe cómo pace y trisca el ganado. Es el comienzo simbólico del mito del poeta surgido desde abajo, de la persona en la que vida y obra se hermanan sin impostura ni artificio.
El trabajo de Meridional está a la altura. Es sencillo, coherente con el personaje y los medios materiales de la compañía. Y bien interpretado. Cuando Miguel, a cuya disposición acaba de poner Ramón Sigé la biblioteca de su padre, le pega un abrazo espontáneo, y el amigo se queda envarado; cuando Josefina lee la primera carta que le ha escrito y cuando, embarazada, se encuentra con él después de larga ausencia, los actores aventan una chispa de emoción que es cara en teatro. Los inicios de Miguel Hernández, con un padre que no estaba capacitado para entender sus inclinaciones y del que, según todos los indicios, recibió más golpes que afecto, fueron duros de cierto. Peores fueron los finales. Tres años de cárcel, por militar en el bando perdedor durante la guerra civil, lo fueron minando poco a poco. La compañía ha sabido manejar el material biográfico con delicadeza, sin abocar el espectáculo al drama. Con la distancia que, desde el principio, ponen sus actores interpretando, a capella, algunos de los versos mejores del poeta. Y utilizando su sentido del humor, en otros montajes de Meridional suelto de riendas, en dosis homeopáticas.
Miguel Hernández dibuja
las líneas fundamentales del recorrido vital del protagonista, y lo colorea de cierta tensión dialéctica con los cuatro personajes que su autor ha elegido. Ramón Sigé encarna la España católica en la que nace, se educa y es enviado a la muerte (Óscar Sánchez Zafra da muy bien la imagen del joven conservador de clase media rural, beato e inasequible al desaliento); Neruda, los ideales progresistas y republicanos con los que pronto se identifica el protagonista (Esteban Pico lo hace vehemente, sarcástico, pragmático); la mujer que acompaña a Pablo Neruda a todos lados, juguetona y un punto perversa, es la poesía a la que se consagra (Susana Hernáiz le da un punto voluptuoso), y Josefina (encantadoramente ingenua en el trabajo de Paloma Vidal), la mujer por la que se pierde, la que le provee y apuntala hasta el final.
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