Desinfección

El Mío Çid avanzaba, según el poema, con 'polvo, sudor y Hierro' y lo mismo puede decirse de la selección, que, según Camacho, hizo ante Irlanda un partido épico. ¿Épico? Está claro que no pasa el tiempo. 'Aquí Matías en Corea', oímos, y ya sólo nos falta la entrevista a Zarra. Con todo, hace medio siglo éramos algo más cultos. La famosa pérfida Albión de Matías padre delataba al menos que el locutor tenía ciertos estudios repúblicanos. Lo que daríamos algunos por volver a aquel nivel cultural. El domingo, cuando el locutor de televisión calificó de inglés al equipo irlandés, nos quedamos helados. Luego, vino lo peor: 'Cuando digo inglés, he querido decir británico, por supuesto'. Y cinco minutos después, el golpe de gracia: 'Hemos cometido un error. Hay otros irlandeses que sí son británicos'. Y a partir de ahí, el silencio. Ya nadie más salió a enmendar errores. Deberían repetir párvulos.
Es uno de los inconvenientes de que a uno le guste el fútbol. Se ve obligado a compartir esa afición con todo tipo de ceporros, merluzos, criminales, zampabollos, directivos y demás mamelucos. Por eso dejé ya de ir a los campos de fútbol, aunque sean estadios señoriales sin demasiados hooligans. Ya no soporto la gigantesca fealdad de las familias que acuden a rezar unidas al fútbol y tampoco aguanto ni un segundo la general tontería supina de los aficionados sin familia.
Ocurre que, sin embargo, a pesar de todo lo que le rodea, este deporte sigue gustándome, aunque cada día menos. Intuyo que necesito desinfectarme del fútbol, lo que me lleva a la pregunta de qué sucedería si no me gustara ya nada; qué pasaría si odiara al fútbol. Puedo imaginarlo porque odio con saña varios deportes y entiendo lo que debe de ser para alguien detestar el fútbol. Jamás, por ejemplo, he soportado el motociclismo, con su retórica de Crivillé y clavícula. Y odio profundamente al plúmbeo baloncesto, con sus trotones partidos inacabables, y me gustaría que me explicaran por qué se ha nombrado catalán del año a Gasol cuando en ese mismo país vive el último sabio catalán, el padre Miquel Batllori. Todo esto me lleva a pensar que los intelectuales, con tanta pasión por el deporte, actúan como colaboracionistas en tanta majadería. Creo que habría que empezar a mirar con recelo a quienes, con la excusa de que se desahogan de la represión franquista, se han pasado al exagerado lado contrario y no paran de vivir para el balón.
'Ése es el que lo dicta todo: el balón', dijeron el domingo en la televisión, y ahí sí que por una vez acertaron. Un balón dicta el huelguista pensamiento español de hoy. Creo que para bien de este país deberíamos poner al fútbol en su lugar, en el lugar del que salió, que era, por cierto, un lugar noble y complementario de la cultura, no como ahora, que es centro de sufrimiento moral en el que algunos intelectuales comparten mesa y mantel con mafiosos directivos aborricados o con las zumbadas masas que jalean este deporte al que antaño, cuando era noble y lo llamábamos balompié, amamos de verdad.
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