Sin presidente
Aquí me tienen ustedes encarando el mes de agosto sin poder descansar de este oficio de columnista eventual. Gran parte de este mes, eso sí, la pasaré donde he pasado julio, y donde llevo ya más de treinta años mirando el mar desde mi terraza. El paraje se llama Les Platgetes de Bellver, renombrado por sus incendios, sus presidentes del Gobierno de España y, si uno hubiera de creer -que no cree- ciertas crónicas de periodistas famosas, por la burguesa ordinariez de sus habitantes estivales. Vaya por Dios, que me dije ya hace algunos años, cuando se me llenó todo de guardias civiles de uniforme o en pantalón corto y camiseta, de presidentes de Diputación con gafas negras, de zaplanas, ministros y acólitos diversos. Vaya por Dios, ya me han estropeado la parte contemplativa del verano, que es mirar al infinito sin obstáculos desde mi casita a media altura en la ladera, donde aún conservo tres algarrobos y un olivo viejo entre los pinos nuevos. Qué falta me hacía a mí un presidente, cuando todos vivíamos tan felices. Éramos gente discreta, incluidos algunos poderosos empresarios, algún antiguo jerarca franquista, los descendientes laterales de don Ignacio Villalonga (también los que ustedes están pensando), y un servidor que es rojoseparatista de toda la vida y algo pobre. De manera que llegó el presidente a mi playa, y no pasó absolutamente nada. O al menos casi nada. Yo, que por razones dermatológicas, que no de discreción política, bajo a la playa cuando hay poco sol, me encontraba al señor presidente en calzón, paseando a sus perros por la arena (cosa prohibida por los estatutos, pero en fin), vigilado por guardias en bermudas, y nos decíamos buenos días, buenos días, yo con cara circunspecta y él sin mover el bigote. O sea que este año no viene, y no habrá solitarios y breves gruñidos en la playa. Nada más. Ni a nadie que yo conozca por aquí le preocupa nada. A lo mejor, quién sabe, les preocupa a los que no conozco. Y a los acólitos, claro.
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