Carne de matadero
Menuda mansada enviaron a Madrid los ganaderos salamantinos propietarios de la divisa El Sierro. Hubo un remiendo de Cortijoliva y parecía hijo del mismo padre y la misma madre. Se trataba de lo que llaman carne de matadero; es decir, lo que no tiene lidia.
Para los taurinos profesionales no hubo sorpresas. Ellos saben lo que se pescan. Por mediación de expertos conocedores o de simples chivatos están al cabo de la calle de los que se cría y de lo que se cuece. O sea, que saben perfectamente lo que embiste y lo que no; lo que tira para atrás y lo que no tira ni a la de tres; lo que saca peligro y lo que se comporta pastueño; lo que pide pelea y lo que sólo tiene borreguez. Y, claro, lo mollar, o en cualquier caso lo que conviene, se lo llevan las figuras. Los demás, que arreen.
Sierro / Romero, Renco, Millán
Cinco toros de El Sierro (uno fue rechazado en el reconocimiento) y 4º de Cortijoliva, todos bien presentados y serios; todos también mansos y la mayoría absolutamente descastados; ninguno dio juego. Alfonso Romero, que confirmó la alternativa: estocada desprendida (aplausos y también pitos cuando sale a saludar); estocada perpendicular ladeada (silencio). El Renco: pinchazo, estocada corta y descabello (silencio); pinchazo hondo tendido bajo, otro hondo caído y dos descabellos (silencio). Jesús Millán: bajonazo, rueda de peones -aviso- y dobla el toro (palmas y también protestas cuando sale a saludar); pinchazo hondo perpendicular desprendido, pinchazo, estocada atravesada -aviso- y descabello (silencio). Plaza de Las Ventas, 17 de junio. Media entrada.
Y así les fue a los tres diestros de la corrida venteña: que hubieron de salir arreando, cada uno según su saber y entender. Que nadie interprete torcidamente estas palabras llenas de filosofía existencial creyendo -por ejemplo- que cada uno de los tres apretó a correr. No: cada uno de los tres intentó hacer el toreo a los descastados especímenes sin ningún resultado positivo; cada uno de los tres debía rectificar posiciones, ceder terrenos, corregir suertes, porque los toros, de embestir, no entendían ni media palabra.
No podía ser de otra manera dada la vocación de producto cárnico que tenían los cinco toros titulares de El Sierro y el añadido de Cortijoliva. Los seis con alzada y con romana; los seis con la seriedad propia del toro cuatreño; los seis de irreprochables cuajo y hondura; pero mansos los seis, tirando los seis a burros como solo hombre (dicho sea sin ánimo de señalar).
Jesús Millán quiso fajarse con ellos, tiró de repertorio, al sexto le pisó los terrenos planteando temerarias porfías junto a los pitones de las bien desarrolladas astas, y no sirvió ni para que el animal le embistiera ni para impresionar a la afición. La afición, la que hubiera en la plaza (ocasionales reductos entre prietas masas de estupefactos turistas), ya está curada de espantos, y estos alardes se los ha visto demasiadas veces a montones de toreros de cualquier categoría. De manera que una cosa era reconocerle el mérito a Jesús Millán, otra bien distinta ponerse a tirar cohetes. Y luego, lo de los avisos: Jesús Millán oyó dos -uno por toro- sin causa que lo justificara, salvo la innecesaria duración de sus faenas y las deficiencias con que ejecutó la llamada suerte suprema.
Cuando dobló el segundo toro de Millán, sexto de la tarde, de los otros dos espadas apenas se guardaba memoria. ¿Qué hicieron? Los conspicuos se los preguntaban al vecino de localidad, que podía contestar únicamente si tomó notas. Y lo que contestaba, pues -la verdad- tampoco merecía la pena. Ambos estuvieron enormemente voluntariosos en la inútil tarea de que sus lotes respectivos tomaran capotes y muletas con una mínima decencia y ya no crearon más historia.
De los aludidos espadas, uno, Alfonso Romero, confirmaba la alternativa. Tiene guasa: la alternativa, que da patente de antigüedad, se la apadrinaba un diestro más moderno. Los taurinos, puestos a pasarse los ritos de la tauromaquia por el arco de triunfo, han convertido la alternativa en puro surrealismo. Aquí tenemos un nuevo ejemplo: el toricantano iba de director de lidia, ¡óle la grasia! No pudo torear, evidentemente, por lo divino, y trasteó por lo humano. El padrino, por su parte -llamado El Renco-, intentó quites que los toros no admitían y porfió valentón a los descastados ejemplares que le correspondieron.
Se les veía a los toros el plumero de su mansedumbre nada más salir: abantos, huidizos de cuanto se moviera, querenciosos a chiqueros, escarbones y berreones ante la prueba de varas, sueltos en el castigo, a la espera en banderillas, topones y de media arrancada en el tercio final. Menudo regalito que les hicieron a los espadas de la terna y, de paso, al público inocente, turistas incluidos, que habían acudido ilusionados a presenciar una corrida de toros. Así es como quieren hacer afición.

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