El frío

En el primer día del año, con la habitación iluminada por las luces que se han colgado de un árbol que compramos para que fuera el árbol del pasado, para que trajera el olor a pino de la infancia, olor al misterio que supone para los ojos de los niños -al menos para los de entonces- la Navidad. En mi cabeza, un villancico que escuché por la mañana en una tienda y que casi me hizo llorar, ese White Christmas que compuso Irving Berlin, y que es casi un himno a la melancolía del tiempo que se va, como nosotros (ya lo dice un villancico más duro, más español), que nos iremos y no volveremos más. 'La Nochebuena se viene, la Nochebuena se va', así empieza esa cancioncilla que emocionaba y entristecía al crítico inglés Cyril Conolly. Imposible contar tantas cosas en tan pocas palabras.
Este olor al árbol de la felicidad, este White Christmas que anda todo el día en mi cabeza tiñendo las primeras horas de enero de cierta tristeza placentera, del dolor que gusta, de los recuerdos navideños que siempre son los mismos, los recuerdos de los que ya no están, 'las sillas que quedan vacías', como decía el otro día el escritor italiano Claudio Magris, en un emocionante artículo publicado en Abc.
El derecho a sentir esta paz interior sin dejar de recordar, de notar, a todos aquellos que quedan excluidos de la felicidad de estar en una casa caliente, escribiendo, con música, con los olores que traen la sal del recuerdo. No hay palabras más huecas que las que estos días se dedican a los desfavorecidos de la tierra, sobre todo cuando se pronuncian con un traje de noche, en un programa de televisión, antes de un corte de publicidad o de una actuación festivalera, precisamente porque las palabras y los mensajes que se repiten en exceso pierden fuerza y da igual que entren en todas las casas, nadie llega a creérselos de verdad, nadie está atento.
A pesar de que las personas de cierta cultura suelen aborrecer estas fechas, para mí se han convertido en el desencadenante de múltiples evocaciones, en un momento propicio para contarle a los más próximos o para escuchar esas cosas que se quedan olvidadas, relegadas por la vida misma.
Adorno el árbol, compongo el belén con unas figuritas que fueron de mis padres, figuritas con aires de los años sesenta, y procuro hacerlo conciezudamente, pasar la tarde en ello, como cuando éramos pequeños. Y mientras lo hacemos surgen historias, las historias del frío que se pasaba antes, en las navidades del pueblo, el frío siempre presente, cuando nos desnudábamos los niños por la noche al lado de la estufa de carbón, cuando tenías que vencer el miedo a reposar la cabeza sobre la almohada helada; las navidades en que nos acostábamos varios primos en una cama grande con la tía, arrimados a ella casi como se arriman los cachorros recién nacidos a la madre, inmóviles por las seis, siete mantas que nos echaban encima, y confiados en que los adultos se levantarían temprano, encenderían la estufa en el comedor y allí bajaríamos a vestirnos y hacer el primer pis del día sobre una taza húmeda que te provocaba un escalofrío nada más sentarte. Nos poníamos la ropa encima del pijama, y nos lavábamos poco, nada, unas gotillas sobre los ojos, como los gatos, y esperábamos ansiosos, insoportables, la noche de Reyes, esa noche en la que se oían muchos ruidos extraños, pasos, y uno debía cerrar los ojos porque si sorprendías al rey dejándote el regalo es posible que su majestad se enfadara y se marchara de nuevo con él. El frío del pasado, que nunca fue un frío infeliz porque era el frío que pasaba casi todo el mundo. Nada que ver con frío de los que vivieron una infancia pobre, o de los que estuvieron presos. Gila alguna vez ha contado el frío que pasó en la cárcel, donde se abrazaban todos los compañeros por la noche para calmarse la tiritona; nada que ver el frío de mi infancia con el frío del desconsuelo, con el frío que pasará el mendigo argentino que toma mate en la calle Santa Engracia del que me ha hablado el dibujante Justo Barboza, nada que ver con el frío de aquellos que tienen que salir del albergue a las seis y media y vagabundear por las calles, nada que ver con el frío que endurece la desgracia. Cosas que se piensan y se cuentan en estos días de Navidad.
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