O Bruxinho
Cuando el derby gallego se atascaba en los pastizales de Riazor, llegó Irureta, movió el banquillo y frotó la lámpara. En lugar del famoso genio del turbante, de pronto apareció Djalminha. Lo que sucedió después ya ha sido narrado en alguna ocasión por los devotos de Didi, Sócrates, Coutinho o Tostao. Habrá ocurrido sin duda en algún lugar de Brasil.Lejos de allí, en Europa, los aficionados más recalcitrantes negaron durante muchos años la posibilidad de que los futbolistas fueran capaces de disparar con dos intenciones, una aparente y otra real. Para ellos la pelota era el facsímil de una antigua bala de cañón, así que una vez lanzada sólo debía progresar en virtud de dos valores: la potencia de pegada y la fuerza de la gravedad. Estaba condenada a seguir un rumbo fijo, salvo intervención de alguna racha de viento.
Aquellos tipos de visión monocular y mentalidad rectilínea, devotos del cerrojo, el zambombazo y el billar a una banda, no admitían que semejante proyectil pudiera caer más pronto o más tarde a voluntad del ilusionista, ni que girase maliciosamente a la derecha o a la izquierda sin ayuda de un mando a distancia. Puesto que era absurdo disparar a puerta desde la esquina, el gol olímpico de Cesáreo Onzari a Uruguay habría sido un raro fenómeno atmosférico o, aún mejor, un episodio tan fortuito como el vuelo de una hoja.
Sin embargo todos esos pequeños prodigios eran posibles. Existían la fórmula y los ingredientes. Para provocarlos sólo faltaba el mago.
Ese día, en el partido Deportivo-Celta, el mago se llamó Djalminha. Irureta le había mandado a la reserva, pero a la reserva activa; le tuvo una hora en el banquillo invocando a Zico, comiéndose las uñas y clamando venganza. Quería mantenerle en el estado de ansiedad que puede transformar a un genio deprimido en un loco furioso.
Desde que saltó al campo supimos que la noche sería suya. Primero pintó una rabona que puso al Turu Flores en posición de gol y el tupé de Lendoiro en posición de alerta. Luego, en un gesto inaudito, dio un taconazo con giro de retroceso que paralizó al lateral Yago y abrió una inesperada línea de tiro. Por fin se perfiló, midió las distancias, fingió apuntar al banderín de córner, inclinó el cuerpo, metió un gancho envolvente y el balón entró por el ángulo como una bengala.
Mientras se incendiaban la libreta de Víctor Fernández, la chequera de Lendoiro, el graderío y la Liga, Pinto, el portero del Celta, se elevó para atraparlo. Debió de ponerse en órbita, porque a estas horas no ha caído del cielo todavía.
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