Prisioneros de la prisa
No ha habido precedentes, dicen, de la situación empantanada del establishment planetario tras el empate técnico en las elecciones norteamericanas. Y la espera en busca de resultados que acaben con la incertidumbre -el factor X, llamó en su día Fukuyama a lo imprevisible- se convierte en la más sofisticada tortura de un mundo apresurado. El parón es la pesadilla de la bolsa, de los negocios, de las expectativas de futuro y de todo lo demás. Se diría que el mal ha descubierto en la lentitud obligada una refinada fórmula de terrorismo ultramoderno.Está clarísimo: cuando el bien es la velocidad, la lentitud es el demonio. Hasta un reciente anuncio, que en grandiosa tipografía advierte Si no te apuntas (a un determinado servidor electrónico) es que eres lento, instruye sobre el pecaminoso vicio de la lentitud. Ser lento es ya un insulto porque no tener prisa, ahora mismo, es un pecado. "Lo quiero todo y enseguida", preconizaba otro lema francés hace unos años. La virtud de la rapidez es, pues, cosmopolita.
Y parar la prisa, a la que dedicamos todos los esfuerzos tecnológicos, económicos y aun filosóficos -porque la prisa es, junto con el dinero, el gran valor del presente- es todo un desafío al bien universal. Esta es la situción que ahora ejemplifica el impasse, el compás de espera, la pesadilla de la obligación de la paciencia sobre quién será el nuevo presidente de Estados Unidos.
En su obligado culto al apresuramiento, las grandes televisiones norteamericanas, ideólogos camuflados en la asepsia de la información, metieron la pata hasta el fondo asegurando el triunfo de Georges W. Bush. Para esas televisiones la prisa era el colmo de la profesionalidad: ¿qué mejor que anticiparse a la noticia? Hay que ser los primeros, siempre los primeros, los más veloces. Y vimos a Al Gore y a un montón de dignatarios del planeta corriendo a felicitar al nuevo señor del mundo; al poco, el ridículo debió de iluminarles la cara unos segundos. La prisa hace de la información profecía, con todos sus riesgos. ¿Cuántas veces habremos dado por buena una noticia que no lo era? ¿Cuántas veces la prisa habrá impedido descubrir que el sistema de recuento de votos no era ni transparente ni limpio?
Esta es una de las ventajas de la prisa para quienes la entronizan: tapa rápidamente los fraudes. ¿Cómo va a haber tiempo para detenerse en minucias como las que ahora se descubren en el Estado de Florida si está en juego algo tan trascendental como la presidencia de Estados Unidos? Y es que la prisa todo lo perdona, todo lo olvida: la prisa no tiene memoria. Hoy el poder es, claro está, la prisa misma: hoy más veloz que ayer y menos que mañana... ¿hasta el batacazo final o hasta el olvido definitivo?
Prisioneros de la prisa, a imagen y semejanza de un poder cuyo gran atributo es la velocidad, somos ya todos. Corremos y corremos. Correr equivale a estar vivo, mucho más que el saber a dónde se va con tanta prisa. ¿Quién sabe hoy el porqué y el para qué de su prisa? Incluso los que creían saber el porqué de su prisa y buscaban lo que ahora se llama soberanismo identitario se empantanaron en 20 años de inmovilismo pujoliano. Atrapar el tiempo es un motivo por sí mismo: desde que se inventó el automóvil hasta Internet no hemos hecho otra cosa. Y hoy, claro, el desespero está en que el coche, instrumento de libertad -porque pareció que la prisa era la hermana de la libertad-, acaba metiéndonos en la interminable espera del atasco cuando no en la eterna quietud de la muerte. Y la fantástica velocidad de Internet se diluye en la tortura de la paciencia ante un cruce de cables, o de chips, o de un apagón de luz.
El frenesí de la prisa lleva a la agonía de la lentitud también de forma vertiginosa, y así no hay manera de darnos cuenta de que cuanto más veloces queremos ser, más lentos somos. La prisa atonta los sentidos. Hermosa paradoja de una época que creyó haberse apoderado del tiempo.
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