El sepulcro del Negro de Triana

El 16 de noviembre de 1493 las naves españolas llegaron a la isla caribeña de Borinquén, la actual Puerto Rico. Tras pasar allí dos días, Colón pidió al jefe de la tribu el ofrecimiento de algún indio joven que le sirviera de prueba a su regreso a España. El jefe le entregó a su propio hijo, un adolescente de buen porte, ojos brillantes, y piel algo más oscura que la de sus hermanos, lo que le confería un exótico atractivo.En 1845, durante unas obras realizadas en la Parroquia de Santa Ana, en el sevillano barrio de Triana, se descubrió un sepulcro, en cuya lápida, fechada en 1504 y compuesta por 32 azulejos, constaba que su autor era Francisco Niculoso, Pisano, que introdujo grandes adelantos en la cerámica de aquel entonces en Triana. La inscripción dice así: "Esta figura y sepultura es de Íñigo Lopes, esclavo, en el año del Señor 1503".
Hasta entonces no se había vuelto a saber casi nada de aquel joven indio que Colón pensaba ofrecer a los Reyes Católicos, pero que murió a manos de un marqués de Sevilla -cuyo título omite la sabiduría popular para no dañar la imagen de sus descendientes- por no corresponderle en su amor. A partir del hallazgo de su sepulcro, el pueblo se hizo eco de la historia del Negro de Triana y las mujeres casaderas, no se sabe por qué razón, empezaron a acercarse hasta la lápida para darle siete patadas en el rostro al difunto y asegurarse así un buen matrimonio.
Según la leyenda, el borinqueño embarcó hacia España, tutelado por un franciscano, en enero de 1494. Ya en Sevilla, ambos se dirigieron al convento de San Francisco para aguardar el retorno de Colón.
El borinqueño residió en el convento ocho años, durante los que aprendió lenguas clásicas y adquirió conocimientos científicos. Los frailes le bautizaron y le llamaron Íñigo Lopes por expreso deseo de su padrino y, a la vez, benefactor de la fundación franciscana, el innombrable marqués.
Su padrino visitaba semanalmente el convento. El aristócrata se sentía cada día más atraído por Íñigo, y las visitas fueron haciéndose más frecuentes, hasta que una tarde, le solicitó al prior hacerse cargo de la manutención y educación del joven. Aunque no de muy buena gana, el prior accedió a firmar la cesión según la fórmula que se empleaba en la venta de esclavos. Al marqués le resultaba difícil ocultar su amor por el joven, pero Íñigo, absorto por los últimos virajes de su vida, no se percataba de sus insinuaciones.
Una tarde, el aristócrata siguió al joven hasta su aposento y le pidió que le dejara dormir a su lado. Ante la negativa del indio, el marqués pasó de la súplica a la exhortación. Íñigo intentó apartar a su padrino que, defraudado por el desdén del joven, se abalanzó sobre él y le golpeó hasta matarle.
La costumbre de las mozas de patear el sepulcro de Íñigo Lopes para asegurarse una buena boda se mantuvo durante décadas. Hace unos años, ante el deterioro de los azulejos de Pisano, los encargados del mantenimiento de la parroquia se vieron obligados a colocar ante la lápida una barandilla de hierro y un banco de madera para disuadir a las mujeres de que peregrinaran hasta allí con la intención de completar el ritual de las siete patadas.
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