Memoria urbana
Vitoria, piensa el paseante, tiene el casco medieval más hermoso, compacto -con su estructura almendrada- y ambientado de esta parte de Europa. ¿Santiago, Poitiers,...? Santiago, con todo su encanto y su memoria medievalizante, es un conjunto barroco de la Praza das Praterías a las torres de la Catedral. Poitiers, Pau, tienen joyas como Notre Dame la Grande o el Castillo de los Foix, y Burgos tiene una excelsa catedral y tiene la Cartuja. Pero un área en el que, más allá de piezas memorables (el paseante piensa en el Palacio Escoriaza/Esquível, ya renacentista, al que este año se trasladaban con acierto los recitales de música de cámara, inolvidable el piano de Albert Nieto; y piensa en la Catedral de Santa María, ahora redescubierta, en las murallas, en la Casa del Cordón, en la Torre de los Anda o en la de Doña Otxanda), ésas y otras piezas memorables que puntean el plano no hacen, en el caso de la almendra vitoriana, sino resaltar un clima, un ambiente, un conjunto urbanístico medieval que fue ejemplar en el mundo de los restauradores (el urbanismo no es el plano, no son casas, decía hace poco en esta ciudad el geógrafo Horacio Capel, es un ecosistema urbano).Y recuerda el paseante a las ciudades centroeuropeas en las que el tiempo se filtra entre las piedras, a Siena (mucho más agraciada) o Padua (menos) donde los italianos han logrado una ecología de artesanos, comercios, artistas y fiesta en una pequeña ciudad medieval que alimenta el turismo y el ocio (y también el negocio, claro). La almendra vitoriana (y su magnífico remate de Olaguíbel) está necesitada de una segunda actuación en esa dirección (la parte temática y audiovisual puede correr a cargo del eminente arqueólogo elorriotarra A. Azkarate). Y de una ligazón con la vieja plaza del Mercado o vieja Estación de Autobuses en la que erigir ya un Museo de Arte Contemporáneo.
En todo caso, son odiosas las comparaciones, claro. Lo que quiere el paseante es apelar a una memoria ciudadana de urbe fronteriza, comercial y defensiva en la frontera de Navarra y Francia (en la que habitaron los López de Escoriaza, médico de Catalina de Aragón, quien como se sabe no murió de un catarro, y de Carlos I; los Montehermoso, amigos de Humboldt y los Bonaparte, y entre los que María Pilar pudo competir en distinción con la de Alba y Madame de Condorcet; piezas para el erudito local que, donde busca curiosidades de anticuario, se encuentra con páginas de la historia), urbe fronteriza sobre la que fueron superponiéndose, como láminas de cebolla, diversas ciudades a recuperar con lugares de memoria urbana (con algo mejor, por Dios, que el pastel de la plaza de la Blanca; unas balas de cañón en el muro serían más aptas).
Memoria (el paseante da un salto en el tiempo) que soporta hechos más contemporáneos como el Conservatorio de Carmelo Bernaola y Sabin Salaberri (Coro Araba), la pintura del Grupo Orain (fastuoso y discreto Mieg) o la generación de los Hertzainak, en la que participaron, de un modo u otro, Lux Demoniorum, Ordorika y, a su manera, el escultor Girbau. Ah, y sigue la fiesta.
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