Nuevo patriotismo
Lo oigo en la plaza, mientras por la ventana del bar la televisión habla de más muertos en Tarifa: una mujer dice que han encontrado un ahogado en La Herradura, descompuesto, a pocos kilómetros de aquí, hacia la Punta de la Mona, cerca de Almuñécar. Las noticias no hablan de este ahogado, pero sí de otro, aparecido en Marina de Casares, Málaga: náufragos de abril, que se presentan ahora, a merced de las corrientes. Y ha habido seis muertos más esta madrugada, en Punta Carnero. Hace buen día, clarísimo después de las lluvias, tiempo excelente para la navegación, con noches de poca luna. Siguen llegando turistas vestidos de verano, parte de nuestro mundo, como parte de nuestro mundo son estos ahogados. Nos mejoran: nos dan conciencia de vivir en un mundo deseable, mejor que su mundo. Estos navegantes vienen de otro mundo que es nuestro pasado. Lo oigo en la plaza:-Son como nosotros antes.
Tenemos una nueva conciencia de nosotros mismos: por fin somos habitantes del mejor mundo posible. Nuestra vida es indudablemente la vida buena, aunque este mismo mundo sea difícil y hosco para los navegantes africanos que superen la prueba del mar: deberán acostumbrarse a resultar molestos para muchos y a vivir con pocos derechos, mal. No hay vida buena para todos. Si termina la travesía peligrosa, el viajero no encontrará exactamente nuestra seguridad ni nuestra riqueza envidiable, sino nuestra desconfianza. Estamos más seguros de nosotros mismos que antes, y también mucho más inseguros:
-Si entran todos, nos tendremos que ir nosotros.
Es lo que oigo en la plaza, mientras en otras plazas de Tetuán o Tánger o Fez se organizan nuevos viajes a la felicidad europea: es necesario y urgente huir de la vida pobre. Estos viajeros marroquíes se sublevan contra su gobierno: han caído en esa especie de hipnosis colectiva que es propia de las rebeliones de masas. Su aventura ha sustituido a los motines del pan de los años 80. Me figuro que los que se van son un ejemplo y una leyenda en los pueblos marroquíes. Los desaparecidos duplican o triplican a los muertos: quizá ahogados y nunca hallados, sombras gloriosas. Ahora, en las casas que dejaron, alguien inventará la historia del hermano perdido, que un día llamará a la puerta, rico, héroe siempre joven, intemporal, en el recuerdo.
Pero desagradan los que llegan aquí: muchos los miran con la incomodidad con que se mirarían a sí mismos si se presentaran hoy tal como fueron hace cuarenta años. Las fronteras son marcas de desigualdad: tapias para que no invadan nuestras propiedades. Aunque nos horroricen los países que no dejan salir a sus ciudadanos, no discutimos a los que cierran las puertas al forastero: es distinto vigilar la cárcel que guardar la casa. Las fronteras tienen el honor de transformar el sentido de la propiedad en patriotismo. Vivimos bien: es lógico que queramos protegernos con mentalidad de rentistas. Cuando escapan al naufragio, estos viajeros desagradan y amenazan como vecinos pobres, los menos iguales de nuestro mundo de iguales, los que no son nadie porque ni siquiera tienen documentación.
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