Culpable a la fuerza

"En 56 horas lograron que firmara una confesión de culpabilidad sin presión física, con una refinada y sinuosa técnica de presión psicológica", relata Monica Hall, una enfermera irlandesa que pasó tres años en una prisión de Arabia Saudí. Ella y su marido, Peter Hall, fueron acusados en 1986 del asesinato en ese país de Helen Feeny, colega y amiga de Monica. "Ignoraron mis protestas de inocencia y se negaron a que llamara a la Embajada o a un abogado", añade, aún sorprendida de cómo pudo firmar aquel texto en árabe. Su testimonio respalda la denuncia de Amnistía Internacional (AI) de que en Arabia Saudí impera "un sistema de justicia sin justicia".Ése es precisamente el título del informe presentado esta semana por la organización dentro de su campaña para promover los derechos humanos en Arabia Saudí. En este segundo dictamen, AI subraya la carencia de salvaguardas contra las detenciones arbitrarias y el uso de confesiones obtenidas bajo tortura como única prueba para emitir condena. Las autoridades saudíes han negado estas acusaciones, que atribuyen a un ataque al islam y a la justicia islámica, en cuyo nombre ayer fueron ejecutados un saudí y un indio.
Entre interrogatorio e interrogatorio, Monica Hall permaneció incomunicada, aunque los policías se aseguraron de que oyera los gritos y los golpes que se producían en el piso de arriba. "Creí que era Peter", recuerda esta mujer, que entonces tenía 36 años y apenas llevaba unos meses casada. Incluso halló manchas de sangre en el baño.
Tras esa primera noche, Hall fue trasladada sin previo aviso a una cárcel de mujeres. "Aún no había firmado nada. De repente me di cuenta de que no tenía ningún contacto con el mundo; los únicos que sabían dónde me encontraba eran mis interrogadores", cuenta. "Estaba aterrorizada y no sabía nada de Peter...".
Sucumbir a la presión
La incomunicación con el exterior, la insistencia de sus interrogadores en que era culpable, pero sobre todo las noticias sobre la suerte de su marido, rompieron la entereza de Hall. "Me dijeron que Peter había confesado; que estaba herido; que había perdido mucha sangre y que necesitaba un médico, pero que no lo tendría hasta que yo no confesara también", relata con meticulosidad, tratando de no olvidar nada.
Sin haber dormido en dos días, sin casi probar la comida que le daban, Hall sucumbió.
"A la mañana siguiente me llevaron ante el juez para que ratificara mi confesión, con la promesa de que en 10 o 15 días estaría en casa; obedecí". No fue suficiente. Se le pidió una segunda confesión y finalmente se le dictó una tercera, ya que, al parecer, las anteriores no encajaban con la versión oficial. Había pasado casi un mes desde su detención cuando recibió la primera visita de un funcionario de su embajada y comprendió que no iba a irse a casa y que sería juzgada según la sharía (ley islámica). "Fue difícil explicarle por qué había firmado si no me habían torturado físicamente", explica Hall, a quien costó casi siete años recuperarse de aquel trago.
Todavía tuvo que esperar 19 meses en prisión a que se celebrara el juicio. "Sólo pude ver a mi abogado una semana antes, y no se le permitió que se dirigiera al tribunal en nuestro nombre", precisa. Cuando el fiscal leyó su confesión (la única prueba que se presentó en el juicio) y le preguntó si la ratificaba, Hall se retractó, pese a lo cual aquél no indagó más y recomendó su ejecución. "El segundo día yo pedí permiso para hablar y se me denegó", añade.
Tras un año sin noticias, sin veredicto ni posibilidad de apelación, un policía le comunicó la sentencia: 10 años de cárcel para su marido y ocho para ella. Cinco semanas después llegaba el perdón real, con dos condiciones: que escribieran una carta de agradecimiento al rey y que no dieran publicidad al caso. Al final del Ramadán de ese año, en mayo de 1989, volvían a casa.
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