Territorialidad

La xenofobia, aparte de una propensión a la repugnancia hacia el extranjero -inscrita ideológicamente y próxima a la fricción racial-, es un registro más en la gradación de impulsos agresivos que emanan del sentimiento de territorialidad humana. El hombre es un animal territorial y como todas las especies que padecen esta obcecación parece vivir más preocupado del escenario que pisa que de la obra que sobre él representa. Nada lo perturba y dispersa más que delimitar el espacio que ocupa para afirmarse ante el resto, como fundamento de una identidad que tiende a aplastar al semejante. Todos los días hay tipos, incluso entre los que ahora mismo condenan con la carne de gallina los sucesos de El Ejido, que ejercen a baja intensidad esta misma intolerancia en compañeros de idéntica raza, credo y nacionalidad que acaban de incorporarse a la empresa en la que ellos ya trabajaban y cuyas baldosas estaban más que repartidas. En todos los gremios se destilan a diario odios de la calidad de la noche de los cristales rotos, por encima de las ideologías y los colores de la piel, porque, impulsado por una fuerza genésica, por detrás siempre viene alguien empujando y forzando a una redistribución del suelo y de las estructuras que en él se sustentan. Sólo es necesaria la temperatura suficiente para que la ebullición iguale los resultados. En el fondo, la mayoría de los crímenes, y sobre todo los pasionales, se pueden simplicar a un asunto de territorio, que cuando se sobredimensiona adquiere el perverso nombre de patria. Los sucesos de El Ejido son quizá un hito extremo de la irritación de esta causa, pero de forma larvada ese mismo sectarismo libra pulsos cotidianos en todos los ámbitos sociales. El hombre, como cualquier predador del Serengheti, está sentenciado a ir vaporizando orina por los arbustos para marcar lo que es suyo y a despedazar a quien traspase esa propiedad. Aunque a menudo refine esta síntesis entre Newton, el plasma y la urea citando a Norberto Bobbio, y en épocas de sosiego total se limite a levantar alambradas más sutiles con un caballo de Burberrys sobre el pecho, al volante de un BMW o con un reloj Breitling en la muñeca.
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