Herencias
FÉLIX BAYÓN
Tengo un amigo que a lo largo de su vida ha negociado muchas veces la compra de derechos de obras literarias para adaptarlas al cine. Es éste un terreno muy resbaladizo dado el celo con el que la mayor parte de los autores defiende el contenido de sus trabajos.
Un día le pregunté con cuántos escritores había terminado mal. "Nunca he tenido un problema con un escritor vivo", sentenció mi amigo antes de aclarar que, en cambio, buena parte de las negociaciones entabladas con herederos de autores habían acabado como el rosario de la aurora.
Los que trataron intensamente en vida a Rafael Alberti coinciden en decir que poseía una generosidad que podía ser calificada de insensata. Así fue, al menos, hasta su boda con María Asunción Mateo. A partir de entonces, las cosas cambiaron por completo.
En los últimos años de la vida de Rafael Alberti estos asuntos se trataron periodísticamente de una manera tímida, eufemística y jugando con sobreentendidos. Incluso cuando Alberti, tras su matrimonio, se echó atrás en la cesión hecha a la Diputación gaditana de los objetos que contenía su casa romana, cosa que puso en un aprieto a esta institución, que sólo podía ceder o llevar a los tribunales al poeta.
Tras la muerte de Alberti, algunos de sus amigos comenzaron a denunciar las manipulaciones sufridas por sus memorias, episodio chusco pero revelador y, sobre todo, inmoral. Las últimas noticias sobre el testamento de Alberti resultan ya muy alarmantes y van completando un paisaje bastante tétrico.
Curiosamente, y de manera hipócrita, hay quienes han intentado pedir silencio invocando su memoria. Pero, precisamente, lo que está en juego es la memoria de Alberti, que corre el peligro de convertirse en objeto banal de marchandising, como si fuera un producto de Disney, y de atomizarse, según se vayan dispersando el control sobre su obra y los objetos artísticos que poseyó en vida.
Es inverosímil que a alguien con tan poco apego por lo material le diera por hacer hasta una decena de testamentos diferentes a lo largo de los últimos cinco años de su vida y que consintiera consciente y libremente crear una sociedad limitada que tiene por finalidad convertir su nombre en marca comercial para ser usada en llaveros, jarras, discos y camisetas.
La herencia de Alberti es un problema que excede el ámbito familiar. No es un asunto privado. Es cosa de la familia litigar sobre el provecho económico que dé su obra. Pero la imagen del poeta y el control sobre la edición de sus escritos es algo que, muerto Alberti, nos pertenecen moralmente a todos y por tanto deben de ser tratados con respeto.
El Ministerio de Cultura, la correspondiente Consejería de la Junta y la Diputación de Cádiz tienen algo que decir en todo este asunto. Conviene superar el temor supersticioso que producen las herencias y el pudor a hablar sobre los dineros de la Cultura.
Luego está, naturalmente, la valoración de la conducta moral de quienes rodearon al poeta en los últimos años de su vida y de la frialdad con la que parecen haber actuado. Eso es cosa de cada uno. Afortunadamente, por lo que se va viendo, no van a faltar elementos de juicio.
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