Cruz de guía
Jueves Santo. Procesión del silencio. Cerca de medianoche, la gente se va agolpando en la carrera del Darro, nexo de unión entre el Albaicín, antiguo enclave musulmán, y el centro de la ciudad. Un tambor advierte de la llegada del paso. El silencio se hace ensordecedor, apenas interrumpido, cómo no, por el intermitente sonido de los teléfonos portátiles. Las ventanas, los balcones, lucen apagados. Sólo la tenue luz de la luna ilumina la oscuridad de la noche. El trono surca, en cadenciosos balanceos, el mar de gente que inunda aquel espacio. Todas las miradas se concentran ahora en la imagen de Cristo. El dolor y el sufrimiento reflejados en su rostro.
En ese instante, una estrella fugaz surca el cielo, sobre la multitud, para caer al otro lado, difuminada entre los edificios, a lo lejos.
Ese mismo día, más o menos a la misma hora, la noche y el silencio inundan otros lugares, también históricos y durante mucho tiempo miscelánea de razas, etnias y culturas diferentes. No son tambores, sin embargo, los que se encargan de anunciar nada. En su lugar, una sirena, estridente, advierte no del paso de un cometa, sino de una lluvia de bombas y misiles, maquiavélicos embajadores de la paz.
En Belgrado, Pristina, Novi Sad, la procesión va por dentro. ¿Y Cristo? Pues Cristo, como los textos sagrados nos enseñaron, se nos hace ver en las caras de aquellos que, día tras día, nos muestran el dolor, la angustia, el miedo y el sufrimiento en nuestros televisores, y también en aquellos a los que no vemos, diáspora eterna, procesión lúgubre, ciudadanos cuyo único delito es ser gobernados por un tirano dictador y sátrapa.-
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