La música como pretexto
La política de inauguraciones y cultura, selecta o a granel, ofrece con la apertura del Auditori de Barcelona un nuevo espejo en el que mirar la realidad barcelonesa. Podría ocurrir el milagro, qué más quisiéramos, y que esta flamante caja de zapatos firmada por Rafael Moneo desborde todas las previsiones y el público haga cola para entrar a escuchar música. El milagro sería redondo si también el reconstruido Liceo y el bello Palau de la Música colgaran, a la vez, el cartel de completo. ¡Cielos, qué maravilla! Estremece imaginar estas tres colas paralelas para llenar las cerca de 8.000 localidades previstas entre los tres teatros para la música. Colas de melómanos, colas de niños ávidos de escuchar a Mozart, colas de buenas gentes dispuestas a dar un respiro musical a la sensibilidad: un mundo idílico, una Barcelona prodigiosa que descubre que lo suyo es la música más que el fútbol, la televisión, las ferias y congresos o el fin de semana. Lo dicho: en un milagro así, esas plazas serían probablemente pocas y habría que remover cielo y tierra para encontrar más dinero público y más patrocinadores benéficos, ese tándem inseparable de magos contemporáneos, que abrieran las puertas a la ensoñación musical de tanto melómano ávido de dar rienda suelta al placer espiritual de la armonía del sonido. Ese es el sueño, un pequeño cuento de la lechera de andar por casa con el que habitualmente nos levantamos la moral colectiva y nos lavamos las heridas históricas, con el que juega esta magna oferta de plazas que nos convierten, sobre el papel, en teoría, desde el diseño idílico de los despachos de los mecenas y los gestores públicos, en una de las ciudades más cultas del mundo. ¡Ay! La música, en Barcelona, ha sido históricamente, esto es lo que hay, un fenómeno de prestigio social más que otra cosa, y el amor a la música ha existido, básicamente, entre los poderosos de la ciudad como excusa y coartada para afirmar su posición. No seré yo quien discuta que, junto al océano de burguesía que Josep Pla veía en el Liceo, existía un breve colchón musicalmente ilustrado y sincero que realmente disfrutaba con Renata Tebaldi, María Callas o Yehudi Menuhin. Esa gente, ese colchón social, han sido los verdaderos héroes que, a trancas y barrancas, en el Liceo y en el Palau de la Música, han mantenido la llamita musical encendida durante décadas. El gran problema de la música en vivo ha sido que, entre nosotros, se ha confundido la afición con la exhibición, y así, tanto el Liceo como el Palau, cada uno en su género y categoría social, han sido, sobre todo, espléndidos escaparates del poder local. En suma: se ha ido a la ópera o a los conciertos, salvo estas notables excepciones, para ser visto y ser situado en el evidente escalafón del quién es quién en esta ciudad. Para saber quién manda en Barcelona, pues, ha bastado darse una vuelta por el Palau o el Liceo en días señalados. Esta costumbre histórica ha continuado en nuestros días: hoy, por ejemplo, esos dos santuarios del poder son centro de reunión de altos funcionarios públicos, autonómicos en preferencia, y representantes de multinacionales. Unos y otros representan el poder actual, el poder puro y duro. Una ojeada a los precios de las entradas de los tres santuarios musicales hace prever que nada de esto cambiará por más dinero público que se haya puesto. El director de orquesta Franz Paul Decker me dijo hace algún tiempo que "en 15 años casi nadie sabrá quién fue Johann Sebastian Bach". Él defendía estas grandes infraestructuras para hacer música, como es lógico, y abominaba de los discos compactos o la música que podemos escuchar ocultos en un rincón de casa. Discutimos amigablemente y estuvimos de acuerdo en una sola cosa: la música es algo más que un espectáculo social. Elemental, ¿no?
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