Viejos errores JOAN B. CULLA I CLARÀ
Tienen que pasar aún unas cuantas décadas, y es probable que para entonces casi todos los presentes estemos calvos, pero un día será posible analizar la política catalana posterior a 1975 con la frialdad y el distanciamiento con que hoy desmenuzamos, por ejemplo, la evolución de la Lliga o los avatares del lerrouxismo. En esos tiempos futuros, uno de los fenómenos que sin duda atraerá más la atención de los estudiosos va a ser la sorprendente victoria de Convergència i Unió en los comicios catalanes de marzo de 1980. Sorprendente con relación a los pronósticos previos e inesperada con respecto a las hegemonías político-culturales aparentes en la Cataluña de finales de los setenta. Y más sorprendente todavía puesto que no constituyó una anomalía episódica, una burbuja de excepcionalidad, sino una tendencia sólida y prolongada. Para explicarla, se invocará la famosa abstención diferencial, y las debilidades tanto personales como estructurales de un partido socialista sin tiempo aún para digerir su reciente fusión, y el voto útil conservador, y el dinero de Fomento. Y se escrutará el papel de la prensa, y la calidad de las campañas de unos y otros. Y hasta es probable que algún antropólogo de la Universidad de Wisconsin -pongo por caso- aterrice por aquí y elabore después una sesuda tesis doctoral relacionando el voto convergente con la estructura familiar dominante en el Mediterráneo noroccidental o con la difusión del sardanismo... Sin embargo, hay cierto factor del persistente éxito pujolista que podría escapar fácilmente a los futuros científicos sociales, porque no aparece en los programas políticos, apenas si aflora en las actitudes y se trasluce en algunas tribunas de opinión. Y no digo que sea la clave, pero sí que es una clave. Me refiero a la tendencia de una parte de las izquierdas a menospreciar a su adversario, a caricaturizar a Pujol y a la fuerza que encabeza, para creerse luego sus propias caricaturas. Un error, este último, de consecuencias devastadoras. Allá por 1978-79 se puso de moda, en círculos socialistas y comunistas, tildar a Jordi Pujol de "banquero", con evidente intención peyorativa. Y, claro, ¿cómo iba la rojísima Cataluña de entonces a confiar su autogobierno recién recuperado a un "banquero"? Así, pues, no había por qué preocuparse de semejante adversario... No obstante, los resultados de 1980, y mucho más los de 1984, revelaron un país menos rojo y a un Pujol que no respondía exactamente al cliché del capitalista orondo, con frac, chistera y cigarro, tan caro a la iconografía izquierdista clásica. Casi al mismo tiempo, otros sucesos mostraban bien a las claras que no había sido precisamente la lógica bancaria el norte de Pujol; más bien al contrario: violentarla le dio bastantes problemas. Posteriormente se quiso explicar la tozuda hegemonía de CiU en términos de simple continuidad con el pasado franquista. Los convergentes serían, en sustancia, los ayer beneficiarios del régimen dictatorial, esos burgueses desalmados que explotaban a los "cabecitas negras" procedentes del sur, los caciques de siempre. Y sí, naturalmente, está el célebre Primitivo Forastero, y también Josep Gomis, y algunas decenas más de concejales locales que, en 1979, saltaron impávidos desde la dedocracia a la democracia y, antes o después, recalaron en CDC o en UDC atraídos por el calorcillo del poder. Ahora bien, ¿constituye esto el rasgo definitorio, esencial, del pujolismo? No hay que ser una lumbrera de la sociología electoral -ni de la sociología a secas- para entender que en este país no hubo nunca un millón largo de franquistas activos ni ha habido jamás un millón largo de burgueses. Máxime cuando a la derecha ideológica, política y social de Convergència i Unió ha permanecido siempre, irreductible, una masa de 300.000 a 600.000 electores, lo cual haría ya demasiados franquistas y demasiados burgueses. Que todavía hoy algunos obsesos del antipujolismo reduzcan el papel de su antihéroe durante la dictadura a haber creado un banco y pinten la Cataluña de entonces con colores de folletín -pobres obreros inmigrantes bajo la férula de autóctonos burgueses chupasangre-, sin aludir siquiera a la específica opresión nacional, resulta tan grotesco como poco relevante. Importa mucho, en cambio, saber si Pasqual Maragall se deja contagiar por esta cosmovisión seudoprogresista y sectaria; si, como pareció insinuar el pasado fin de semana, el candidato está dispuesto a hacer suyo el discurso según el cual aquí, a lo largo del franquismo, sólo trabajaron los inmigrantes y sólo hicieron oposición las izquierdas. Importa no sólo ni principalmente porque esta tesis ofende la memoria y la dignidad de cientos de miles de personas, asalariados del Poblenou o pequeños empresarios de Terrassa, resistentes culturales y editores clandestinos, militantes del Front Nacional en 1940 o miembros de la Assemblea de Catalunya en 1975. Importa sobre todo porque asumirla constituiría una equivocación garrafal.
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