Rigodón vasco
André Malraux escribió que, en una reunión internacional, siempre un comunista oculta bajo la mesa el puño para evitar que se den cuenta de sus malas intenciones; un fascista, en cambio, pone los pies encima de la mesa, como para mostrarlas brutalmente y sin reparos, y un intelectual se rasca la cabeza y, a continuación, empieza a hacer preguntas. En este dicho, como resulta evidente, el bueno es el último. En consecuencia, óptimo será adoptar su postura como norma de vida de aplicación general, válida también para el conflicto vasco.Sentemos, de entrada, unas apreciaciones iniciales en las que todo el mundo podrá estar de acuerdo. La tregua abre una situación mucho más esperanzadora que la anterior. No es ni mucho menos seguro que se vaya a llegar a la paz efectiva. El camino hacia ella no va tan mal: no se han producido, por ejemplo, como en Irlanda, escisiones en ETA que lleven a una parte de sus miembros a la vuelta a la violencia. En cambio, sí da la sensación de que va para largo. La impresión que produce, visto con una cierta distancia y cierta perspectiva temporal, es la de una especie de interminable rigodón, pasitos adelante y pasitos atrás, de quienes no dejan de estar cerca, pero tampoco acaban de abrazarse. Lo malo es que esta danza da la sensación de ser practicada por una caterva de plantígrados o de hipopótamos cada uno de cuyos movimientos puede ser gravemente dañoso para cualquier ser delicado que se encuentre en el entorno. Todos y cada uno de los interlocutores piensan de los demás que son como el comunista o el fascista del dicho de Malraux y nadie actúa como el intelectual. Las preguntas de éste debieran dirigirse principalmente a tratar de entender al otro.
Intentémoslo. Tiene razón el Gobierno en considerar "decepcionante" la declaración de la mayoría del Parlamento vasco. Pero el fundamento de la misma no revela otra cosa que la distancia, por el momento, entre los dos bloques vascos, cosa que ya sabíamos desde que resultó imposible el Gobierno PNV-PSOE. Ahora bien, eso no debe hacer pensar que el PNV haya ingresado en ETA, como da la sensación de que piensan algunos. Existe otra interpretación posible, la de que el primero está exhibiendo respecto de EH esos ritos de apareamiento de los que habló Arzalluz, en frase que hay que recordar, ya que ha sido la única divertida que salió de sus labios. Importa, en todo caso, respetarlos porque redundarán no sólo en placer de la pareja, sino también de muchísimos otros. Lo malo es que esos ritos y el rigodón consiguiente se llevan a cabo, a la vez, con una característica ausencia de prudencia y un extremado grado de susceptibilidad. Sobre esto quien ha emitido el mejor diagnóstico ha sido ese empresario que se ha quejado de que la clase política está gestionando mal la paz. Han abundado en exceso las afirmaciones y los gestos desmesurados con resultado directamente contraproducente para los propósitos de fondo. Si el PNV hubiera cedido los locales de una Fundación a los kurdos o si EH hubiera sido capaz de desdoblarse mínimamente con un sector más propicio a hacer declaraciones gratas a nuestros oídos, de otra forma irían las cosas.
Lo que puede resultar más sorprendente de la declaración del Parlamento vasco es la arremetida contra la clase política y mediática. La reacción más inmediata podría ser indignarse por esa apariencia de protesta infantil en quien se muestra tan rudo en sus propios modos. No tienen ninguna razón en atribuirla a propósitos perversos, pero sí es cierto que en España se ha desatado una especie de angustia nacional que nubla incluso la visión de que la tregua nos pone enfrente de un porvenir mucho mejor. La palabra autodeterminación parece peor que el terrorismo cuando ni siquiera tiene por qué convertirse en un acto, ni sería posible evitarla si hubiera una voluntad unánime, ni, como no es el caso, puede concluir en otra fórmula que en otro modo de encaje en la realidad colectiva. La democracia tiene el mérito de hacer injustificable el miedo y es hacia ella hacia donde vamos.
No se puede bailar un buen rigodón, grácil como una ópera de Mozart, con las gruesas botas del miedo o la falta de templanza. Bueno será desarmarlas, dejar pasar un poco de tiempo y abrirse a la posibilidad de entender las razones del otro. Todos -incluso los políticos- debieran empezar por rascarse la cabeza como el intelectual de Malraux.
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