Derechos humanos
No se me ocurre una forma más fructífera de celebrar el 50º aniversario de la Declaración Universal de Derechos Humanos que con la actividad de esta riada de humanidad, de ciudadanos chilenos, víctimas todavía en pie de Augusto Pinochet, que siguen llegando a Madrid como empecinadas Antígonas para fortalecer la causa de Baltasar Garzón y proporcionarle argumentos. Arriesgan su propia seguridad. Porque los seguidores de Pinochet no son más numerosos que los demócratas, pero tienen el poder y el dinero y las armas por el mango. Por eso salen a la calle, chulos, y mandan anónimos amenazantes a quienes no piensan como ellos; e invaden Internet con fatwas cibernéticas pidiendo la muerte del juez Garzón, de su esposa y de cuantos se relacionan con este acto de justicia histórico.Pero llegan de todas partes, los supervivientes. Hasta de Chile, tragándose el temor a las probables represalias, a ese brazo tan largo del fascismo, que acaricia con la punta de los dedos las fauces de Fungairiño (¿Qué es genocidio? ¿Y tú me lo preguntas? Genocidio eres tú). Acuden y declaran, jugándosela una vez más, los buenos chilenos. No sólo hablan de lo que sufrieron personalmente (amiga mía, a quien no debo nombrar, que estás aquí junto a la abogada valiente que tampoco nombro: las dos tan llenas de cicatrices, y no sólo morales, y de coraje). En Madrid, para aportar su testimonio sobre cuanto pueda demostrar que Pinochet montó la Operación Cóndor.
Londres ha fallado a favor del tirano. Es su forma de celebrar mal el aniversario. Así es el poder. Se ayudan entre ellos. Estarán contentos Jordi Pujol y Felipe González. Lástima, siendo demócratas. Lo razonable sería que sólo odiáramos a los tiranos, pero, tal como están las cosas (ahora mismo, Milosevic), no puede ser. Son repugnantes todos.
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