La miniciudad encantada
La idea que se tiene del macizo de Ayllón es la de un villorrio de pizarra perdido en un despeñadero donde un cabrero garrapatea en su memoria, quebradiza como pizarra, las nuevas que le cuenta un ejecutivo llegado en todoterreno desde el espacio exterior. A ese estereotipo responden, aunque rechinando, La Puebla de la Sierra (Madrid), Serracín (Segovia) o Peñalba (Guadalajara), por citar tres pueblos de las tres provincias que en este macizo se tocan. A esa imagen pobre y oscura, cual pizarra, no se ajusta Tamajón. Verdad que Tamajón no es Nueva York, y ni siquiera es la sombra de aquel emporio de tratantes en ganado, arrieros, buscadores de oro y plata y sopladores de vidrio blanco, que llegó a tener censados más de 600 habitantes a principios de siglo; pero no menos cierto es que, pese a la despoblación, esta aldea guadalajareña sigue ejerciendo de capital de la sierra y recibiendo a los caminantes tendida plácidamente sobre una clara llanada que, como por milagro, se explaya desde los desgalgaderos del Jarama hasta los del Sorbe, y a una más que prudente distancia del Ocejón, del pico del Lobo y de la madrileña sierra de la Puebla, que amurallan el horizonte de norte a poniente. Como también es clara, y no negra, la piedra caliza de sus casas, palacios y blasones -el edificio del ayuntamiento, que data del XVI, fue residencia de los Mendoza-, de su iglesia de la Asunción -ojo al atrio románico-, y la que aflora por doquier entre los panes, prados y bosques de los contornos.
Un kilómetro al norte de Tamajón, donde la carretera que lleva a Majaelrayo ofrece un desvío a Valverde de los Arroyos, parece un buen lugar para dejar los coches y caminar a la vera del asfalto, serpenteando por entre los arcos, puentes, tormos y oquedades que los meteoros han labrado en la deleznable caliza. Se trata, pues, de una miniciudad -o más bien aldea- encantada, tapizada toda de sabinares, que en Castilla llaman, para confusión de legos, enebrales.
A la Virgen de los Enebrales, precisamente, está consagrada la ermita -también de rubia caliza- que toparemos en cosa de diez minutos junto a la misma carretera; una ermita que, por tradición, mantiene siempre abiertos sus portones de par en par -no así la reja interior-, en un alarde de hospitalidad que festeja, entre veras y burlas, la copla popular: "Virgen de los Enebrales, / patrona de Tamajón, / tiene las puertas abiertas / como si fuera un mesón".
Aquí arranca, a la derecha de la carretera, una pista que asciende suavemente hacia el noreste por un espeso sabinar entreverado de encinas y matas fragantes de tomillo y cantueso. En un par de kilómetros, pasaremos entre dos verjas idénticas enfrentadas a ambos lados del camino; algo después, alcanzaremos una bifurcación que se presenta en una cerrada curva a la izquierda, donde elegiremos el ramal que desciende por una cuesta de tierra roja y que, tras rebasar un ermita ruinosa y un camposanto -con una sensata cruz que reza: "Aquí todos somos iguales"-, desemboca en Almiruete. Acostado en un pino barranco -el del arroyo de Presas, tributario del Sorbe- que decoran mil encinas, este precioso lugarejo combina en su caserío el mampuesto de caliza con la laja de pizarra. Abunda en huertos y frutales; posee rústica bolera, iglesieta con espadaña románico-gótica y, arriba del todo, una peña, la del Reloj, que marca la hora feliz de un pueblo bien hecho.
De vuelta por el mismo camino, podemos desviarnos a la izquierda poco después de pasar entre las verjas gemelas, para seguir una vereda que conduce en un periquete hasta la torca u hondonada donde abre su boca la cueva del Chorrillo. Allí, una amplia galería aguarda a quienes desean conocer el lado realmente oscuro del macizo de Ayllón.
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