El Grao y una poética de óxidos
Descartes mostraba humildemente a la curiosidad los utensilios de su sabiduría: una regla de papel de estraza y un compás cojitranco; Salvador Soria muestra una sintaxis de arandelas, soldaduras, óxidos metálicos y brea. En París, desde una vitrina, la potente calavera de Descartes fertiliza el cosmos de sustancia pensante; en Benissa, desde su estudio fondeado en el Mediterráneo, la cabeza leonada de Salvador Soria y el peñón de Ifach instalan un horizonte de fulguraciones, de bestias cinceladas en un mar fugitivo y de antiguos náufragos. La obra plástica de Salvador Soria es una transmutación de quincalla, experiencias y fosfatos en un firmamento de inquietante espesura. Cada tuerca de sus armaduras y cada hilaza de arpillera es un verso que regresa a su memoria; cada máquina para el espíritu, el vuelo de una cometa degustando la ensalada del futuro. Salvador Soria tiene en su carne la pátina sentada y suave de una criatura que indaga avariciosamente el principio de las cosas y de sus nombres. A Salvador Soria, la crítica lo ha examinado con esmero: desde sus primeras exposiciones en el exilio, hasta su presencia en las Bienales de Sao Paulo o de Venecia o de Alejandría o en la Tate Gallery de Londres; desde su nostalgia y su interiorización, hasta el constructivismo lúcido y riguoroso de sus interpretaciones. Cirici Pellicer, Corredor Matheus, Aguilera Cerni, Ernesto Contreras, Román de la Calle, Blasco Carrascosa y tantos otros han desmenuzado su técnica, sus investigaciones, su coherencia, su capacidad creativa, los materiales pobres, de vertedero, de desperdicios industriales y agrícolas. Artista de perfil volátil e internacional, Salvador Soria hace su trabajo en solitario, sin que le perturben las corrientes, enfundado en su personal estilo, que es también una prenda de la vida y de aquel niño que iba a jugar al final de la calle, en un Grao sin verjas y con viejos pescadores que le contaban historias de tempestades y de redes con los destellos de una fauna de fantasía; de navíos con el crin rojizo encaramado en la línea de flotación; de desguaces y ajetreos portuarios. De aquel niño que quería ser "mecánico y escultor", y que a los diecisiete años inició sus clases en la Escuela de Artes y Oficios de Valencia. Salvador Soria Zapater nació en mayo de 1915 y a los 21 años tuvo que abandonar los lapiceros de dibujo, para hacerse cargo de un máuser y marcharse a la guerra: lo metieron en un cantón hasta los topes de jóvenes, y los llevaron a pegar tiros en el frente de Teruel. Como no conocía el manejo del arma, ponía de una en una las balas en la recámara. Pero una semana de instrucción y ya le dieron los galones de cabo. En febrero del 39, cruzó la frontera por Puigcerdà, al frente de su compañía, y entregó su pistola al oficial de la gendarmería. Luego, el teniente de ingenieros zapadores Salvador Soria, con cientos de soldados republicanos, fue a parar al campo de concentración de Septfonds: así comenzó la crónica de un azaroso e itinerante exilio. De Septfonds lo destinarían, como dibujante, a una fábrica de aviones, en las cercanías de Toulouse; y de allí, al campo de Argeles-sur-Mer, de donde sólo saldría de la mano del amor, el día de los Santos Inocentes de 1942. El amor se llamaba y se llama Arlette Roldes. Se casaron en Perpiñán. Pero la Francia ocupada era una trampa para Salvador Soria. Cuando no golpeaba el gobierno de Vichy, golpeaban los alemanes, que lo detuvieron en dos ocasiones. Por fin, lograron establecerse en las proximidades de Burdeos; y luego, París liberado ya del estrépito nazi. En el 53, Salvador Soria, con muchas cautelas, entró en la España franquista: su esposa, cuatro hijos, una jaula con veinticinco pajaritos exóticos y tres cajas con sus cuadros. Y Valencia, su Grao de la infancia; y el Grup Parpalló y Manolo Gil y Aguilera Cerni; y Madrid, Bruselas, Zurich, Nueva York, Suecia, Canadá. Salvador Soria, en Benissa, descansa su fragilidad en el peñón de Ifach y se mira las manos de óxidos y equipajes. Allí está toda su obra, en el tumulto de su sangre.
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