Moscú
Compruebo que sobreviven los dos filtros analíticos que han impedido una comprensión cabal de lo que ha pasado y está pasando en la antigua URSS: el excesivo papel atribuido al personalismo de Yeltsin, como si el topo de Occidente hubiera resultado imprevisible, a lo Jesús Gil y Gil; y la queja por la herencia del comunismo y por la persistencia de sus nostálgicos. El corresponsal de La Vanguardia, Ramón Poch, ha escogido un camino desvelador para acercarnos a la complejidad postsoviética: por una parte, el paso de la acumulación socialista a una economía de mercado ha liberado descontroladamente la conformación de nuevas clases sociales que han alcanzado sus status económicos utilizando sin tapujos la corrupción y el pacto mafioso; la situación de Rusia debe entenderse en el marco de una economía global, marcada por la acentuación de la desigualdad y por los intereses de las multinacionales y del capital especulativo. No está demostrado que haya un buen sitio, ni siquiera un sitio para todos, evidencia que de momento se soslaya mediante una política de hechos consumados, pactos comerciales y pugnas terroristas no siempre explícitas. Está por ver a dónde van a ir a parar los enfrentamientos Norte-Sur desde la noticia de que Pakistán e India sostienen su propia carrera nuclear y que los almacenes de armas químicas y bacteriológicas empiezan a ser razón de estado en buena parte de los países de la Tierra. La presión, subvencionada, para que Rusia se alejara cuanto antes del modelo de economía socialista ha llevado a un estrepitoso fracaso económico, social y político, y la respuesta de la sociedad civil, ya podemos hablar de sociedad civil en Rusia, ha sido votar a los postcomunistas con una libertad, eso sí, con la que nunca habían votado a los comunistas.
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