Pura teatralidad, puro cine
Mankiewicz no era consciente, cuando viajó a Inglaterra para rodar La huella, de que iba a hacer su última película. Pero ahora lo parece, porque este asombroso juego sin barreras entre dos eminentes actores en estado de gracia tiene algo del desquite de Mankiewicz contra el hecho de que nunca llegase a hacer materia de escenario de la pasión por la puesta en escena que llevaba dentro. Hay sutilísima teatralidad en todas sus películas, de Eva al desnudo, y Cleopatra a Julio César y Mujeres en Venecia. Pero únicamente en La huella la asumió hasta el fondo. Esta decisión le llevó a afrontar serios retos: adueñamiento gradual de los intérpretes del espacio escénico que crean gestualmente; juego hamletiano del teatro dentro del teatro; compresiones de tiempo sólo posibles en las leyes de la escena; asunción de tacadas verbales y vertiginosos relevos de réplicas y contrarréplicas; choque de actos sesgados de los que, como en un roce de dos pedernales, saltan chispas de colisión entre dos culturas, dos clases sociales e, incluso, dentro del mismo, dos idiomas. Desafíos teatrales que son esencias de puesta en escena, un concepto comodín imprecisa y torpemente usado por el lenguaje cinéfilo purista, escolástico.Eligió Mankiewicz (como Carl Dreyer en La palabra) una pieza teatral de imposible troceamiento. Y no escribió el guión, sino que se plegó al que hizo el dramaturgo, que obviamente no eludió la teatralidad. Y es más, Mankiewicz acentuó en el armazón de la película su honda deuda teatral. El resultado derrocha puro cine, además de una despiadada refutación de la patraña de que la teatralidad en cuanto tal es una forma de muerte cinematográfica.
La huella
Dirección: Joseph Mankiewicz. Guión: Anthony Shaffer, basado en su obra teatral. Fotografía: Oswald Morris. Música: John Addison y Cole Porter. Reino Unido, 1972. Intérpretes: Laurence Olivier, Michael Caine. Madrid: Alphaville.
Película exacta, aunque tenga forma caótica de (la escena primera, aparentemente descriptiva, es la clave formal del juego) laberinto; cruel y llena de humor magnánimo; dotada para ir, mediante esplendorosos rodeos, directa al grano, La huella despliega un formidable dúo, triangulado, entre dos hombres genialmente incorporados por Olivier y Caine, y cuadrangulado por la ausencia, poderosamente presente, de la mujer eje del cínico y feroz debate, esposa del primero y amante del segundo.
Es el canto de cisne de un aristócrata de Hollywood, que en 1972 huyó de allí en plenitud de facultades, para hacer en Europa su obra testamentaria y luego encerrarse durante los 21 años de vida que le quedaban, prefiriendo la mudez a dar su voz a lo que llamó la peste idiota del efecto especial, que envilece una fábrica de sueños que él contribuyó como pocos a conducir a su máximo esplendor.
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