Ni el enroque ni la ingenuidad
Leo en estas mismas páginas el artículo de Josep Ramoneda advirtiendo al PSOE del peligro de enrocarse, de encerrarse en sí mismo, de practicar una cultura de fortaleza asediada tras la sentencia de la Sala Segunda del Tribunal Supremo sobre el caso Marey. Otros comentaristas insisten en exigir a los socialistas que olviden el pasado y se concentren en las alternativas del futuro, dejando que los muertos entierren a los muertos. Comparto el sentido último de estas opiniones, pero no algunos de los razonamientos de los opinantes, ni tampoco la simplicidad con que distinguen lo blanco de lo negro. Desgraciadamente, el problema es bastante más complejo que lo que dicen estos colegas.Para empezar, creo que el asunto Marey, por la forma en que se ha llevado y por la manera en que ha concluido, es más un asunto del presente y del futuro que del pasado. No hay más que ver el estallido de júbilo de los dirigentes del PP, de Izquierda Unida y del PNV cuando se conoció la sentencia y la rapidez con que plantearon el fondo del asunto: ahora, a por Felipe González. Y aunque posiblemente hubo órdenes de contención de los entusiasmos, el señor Luis de Grandes, portavoz parlamentario del PP, no tardó en desvelar el sentido profundo del júbilo general de sus jefes políticos: todavía tenemos veintiocho cartas más con que jugar, veintiocho posibles juicios sobre el tema de los GAL. Y esto tiene mucho que ver con lo que ha ocurrido en este primer envite.
La historia es suficientemete conocida y no voy a insistir en ella porque desde el primer momento quedó claro que no se trataba de un proceso judicial en sentido estricto, sino de una mezcla de intereses políticos y mediáticos que, desde diversos ángulos, confluían en el objetivo común de derrotar al PSOE. Pero la clave del asunto era la fase final, o sea, la legitimación o el rechazo de la ofensiva político-mediática por parte del Poder Judicial. Quedaba, pues, la etapa decisiva, la decisión final de un poder constitucional sereno, imparcial y profesionalmente preparado.
Precisamente por la amplitud de las interferencias políticas y mediáticas todos estábamos convencidos de que no iba a ser ésta una tarea fácil y por ello no ha sorprendido que los once magistrados que han asistido en directo a una vista compleja, han oído los testimonios y las declaraciones de unos y otros y han escuchado las alegaciones de la acusación y de la defensa, hayan llegado a conclusiones totalmente dispares. Esto, en sí mismo, no es nada anormal. Lo que me ha llamado la atención como jurista es que los cuatro votos particulares son infinitamente mejores, en el razonamiento y en el uso de la técnica jurídica, que la sentencia votada por los siete magistrados restantes. Naturalmente, más de uno dirá que esto es puro partidismo, que me aferro a los votos particulares porque esto beneficia a mis compañeros de partido condenados. Es posible que haya algo de esto, porque en todas las cosas siempre hay algo de personal, pero el fondo del asunto va más allá de ese tipo de partidismo: lo que digo y repito es que, a mi entender, los votos particulares argumentan con una calidad técnica y una seriedad interpretativa muy superiores a la calidad y el rigor de la sentencia dictada por la mayoría de los componenetes de la Sala Segunda, que deja mucho que desear por su tendencia a especular y a dar por buenos hechos y datos no contrastados. No es la primera ni la última vez que esto ocurre en el complejo mundo de la justicia, pero teniendo en cuenta que la regla fundamental de un sistema judicial aceptado y acatado por todos es la regla de la mayoría, la cuestión es muy seria porque están en juego factores de gran calado que pueden influir en la elección y en el rumbo de los dos otros poderes esenciales del sistema democrático, o sea, el poder legislativo y el ejecutivo, y por ello mismo, la mayoría en una decisión judicial nunca puede ser meramente numérica.
Con estos antencendentes, entiendo que se le pida al PSOE que no se encierre en sí mismo, pero no que se olvide de lo ocurrido. Ésta es una penosa lección que nadie puede minimizar. España es un país democrático, pero no más democrático que Gran Bretaña, Francia o Alemania Federal. Ante casos parecidos al nuestro, sus fuerzas políticas principales nunca han jugado a utilizar el terrorismo como un arma de confrontación entre ellas. Aquí, en cambio, han servido para transformar a los adversarios políticos en enemigos a destruir. Y si este primer gran asunto les ha dado buen resultado, ¿por qué no van a seguir? Por consiguiente, hay que mirar hacia el futuro, pero sin ingenuidades. En este asunto ha habido y hay muchísima hipocresía y ninguna fuerza política puede mirar seriamente hacia el futuro sin saber cuál es la línea divisoria entre los hipócritas y los que no lo son.
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