Locos
ADOLF BELTRAN "El crepúsculo excita a los locos". La palabra resulta hoy demasiado imprecisa, pero Baudelaire podía escuchar, en El spleen de París, el aullido que emitían los internos del hospicio cercano, cuando el atardecer extendía la calma sobre el paisaje urbano. Ya no existe la locura en nuestros días. Es enfermedad mental, o transtorno mental, y permanece oculta en lo recóndito de la sociedad, aunque también se excita e irrumpe a menudo en la placidez de la vida con el ulular de un aquelarre. Tal vez lo notamos más en momentos de tranquilidad y de ocio, como ocurre en verano, pero no deja de acompañarnos cotidianamente. ¿Locos? Un transtornado mental secuestra un avión durante varias horas armado con el mando a distancia de un aparato de televisión. Una maestra jubilada mata a otra, con la que convivía desde hacía décadas, e intenta quitarse la vida. Una mujer es asesinada a tiros por su marido en medio del naufragio de sus relaciones. Otra es apaleada por su esposo, otra resulta herida a navajazos por su ex novio celoso. En La Vila Joiosa, un enfermo mental mata a un joven, hiere a dos, sin motivo aparente, y el pueblo se vuelve loco contra los gitanos porque el agresor pertenece a esa etnia... Busca la psiquiatría las fuentes, cercanas o profundas; las causas, orgánicas, psicológicas o sociales; las manifestaciones, neuróticas, psicóticas, esquizofrénicas... Una perplejidad inquietante, que nos inclina a ignorar algo incomprensible, se convierte en puro escalofrío cuando la locura aparece en forma de suceso violento. No hay argumento posible ante el estallido fatal y la impotencia busca desesperadamente explicaciones. ¿Cómo curarlo? ¿Cómo prevenirlo? ¿Cómo evitarlo? Freud, que abrió horizontes tan vastos a la comprensión del fenómeno, también sintió ese pesimismo. Con el término alemán unbehagen trató de definir "el malestar en la cultura". La pérdida de la felicidad por el aumento del sentimiento de culpa es el precio que pagaríamos por el progreso de la civilización. Señalaba Freud: "El sufrimiento nos amenaza por tres lados: desde el propio cuerpo que, condenado a la decadencia y a la aniquilación, ni siquiera puede prescindir de los signos de alarma que representan el dolor y la angustia; del mundo exterior, capaz de encarnizarse en nosotros con fuerzas destructoras omnipotentes e implacables; por fin, de las relaciones con otros seres humanos. El sufrimiento que emana de esta última fuente quizá nos sea más doloroso que cualquier otro; tendemos a considerarlo como una adición más o menos gratuita, pese a que bien podría ser un destino tan ineludible como el sufrimiento de distinto origen". Al final, puede que la única respuesta sea aquella que Conrad, en El corazón de las tinieblas, pone en boca del moribundo Kurtz: "¡El horror! ¡El horror!".
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