Elixir

Hubo un tiempo feliz en que los periodistas madrileños, al margen de la empresa donde publicaran, se emborrachaban juntos en los mismos colmados. Esta fraternidad se fraguó en las fiestas de gases lacrimógenos durante la agonía del franquismo. Aun en medio de aquel fregado que anunciaba una azarosa vuelta de la tortilla, estos periodistas, que entonces eran jóvenes, aparcaron la ambición y, sin renunciar a su ideología, decidieron inaugurar la democracia. Sin duda, la etapa de la transición fue la más propicia para esta camaradería, puesto que aquella acracia permitía disparar contra nada y contra todo, importando más el arma que el objetivo. Uno se creía maravilloso simplemente escribiendo en libertad. La yugular del colega quedaba siempre a salvo. Este equilibrio continuó durante la primera etapa socialista, y aunque muy pronto amanecieron los cuchillos, el encono que anunciaban no era del todo abominable. La rivalidad fratricida entre profesionales madrileños de la pluma se mantuvo controlada hasta que en la política, rompiendo el espíritu de la transición, el concepto de adversario se cambió por el de enemigo, cosa que sucedió a partir de las elecciones de 1993, cuando el núcleo de la derecha dura, de pretina baja, decidió no volver a perderlas la próxima vez, cualquiera que fuera el precio. Su odio específico fue inoculado también a una parte del periodismo afín, y el resultado es este espectáculo siniestro que no tiene par en la prensa mundial. Muchos de aquellos periodistas alegres de la transición llevan guardaespaldas y coches blindados. Unos acuden con una lata de gasolina a ciertas tertulias de la radio, otros escriben periódicos alimentados por una extraña furia ya sin ideología alguna que incluso está más allá del interés económico: se trata sólo de un rencor puro, personal e intransferible entre aquellos muchachos que antes bebían juntos. Al amigo, un cántaro de leche de camella; al enemigo, una patada en la barriga. Ésta es la cortesía del desierto africano. Otra forma de madrileñismo.
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