El enemigo exterior
Debe haber algo que dé razón de por qué el cine y la televisión estadounidenses están últimamente invadidos de invasiones, de emboscadas de enemigos exteriores: ejércitos de bichos que emergen del pozo donde se hacina lo que huele a extranjero, plagas de otros absolutos, que unas veces tienen pasaporte extraterrestre; otras, lenguaje de pedradas cósmicas en la coronilla de este descalabrado planeta, y otras, las babas de alimañas mutantes o las zarpas de reptiles cabreados. De las dentelladas del lagarto que usaba las tibias humanas como mondadientes en Parque Jurásico al feo forastero llamado Godzilla recién cocido en el fantasmario de la caverna, han salido del embudo hollywoodense enemigos exteriores a punta de pala, en forma de incontables Expedientes X o de múltiples Impactos. ¿Por qué tantos y por qué ahora? Es probable que la patraña del milenio estimule la calenturienta epidemia, pero he oído otra explicación más solvente.Ayudan a la cosa las facilidades que la informática aplicada al cine da al exhibicionismo de lo inverosímil en la pantalla. Pero el jugueteo circense con la tecnología, aunque agilice las imágenes de lo imposible, no explica su fondo, y menos su origen, porque, si se mira el cine de los años cincuenta, donde esas facilidades no existían, la memoria se topa con una epidemia de filmes con características formales y argumentales similares a las de los que ahora están en apogeo. Sobrevino aquella invasión de invasiones como rebote del hastío creado por la saturación de películas anticomunistas a que se llegó en los tiempos duros de la guerra fría. Hace poco, el libro La pesadilla roja refrescó la memoria de los pintorescos rodeos argumentales que Hollywood desplegó para alertar a su gente contra las emboscadas del enemigo exterior y recordó que se abusó tanto de siniestros rostros de europeos y asiáticos con maña para tender al candor norteamericano redes de arañas comunistas tan poco verosímiles, que hasta el personal más crédulo de Arkansas y alrededores comenzó a dudar de que tuviera algún fundamento tanta abundancia de tarántulas humanas con acento ruso.
Un recambio contra la pérdida de capacidad de convicción de las viejas películas anticomunistas lo sugirió el mismísimo senador Joseph McCarthy, látigo de rojos durante el esplendor de la caverna de la que fue sacerdote : «No se merecen los comunistas los privilegios derivados de haber nacido de una mujer», con lo que vino a decir que para dar a esta mala ralea la caña que se merece, había que negarle el lazo natal con la estirpe humana y hacerla venir a este planeta del espacio exterior o del parto terrenal de una hembra no humana, de ésas que no crean culpa a quien les revienta de un pisotón la tripa llena de crías. De ahí la divertida retrospectiva que puede hacerse de la serie de disparatadas películas ideadas durante la guerra fría sobre invasiones -a unos Estados Unidos siempre en forma de Estados Desprevenidos- de bichos extrahumanos, que es sorprendentemente similar en concepto (aunque no lo sea en cosmética) a la que ahora, con medios más sofisticados, crea furores.
El rizo se riza ahora sobre otro eje. Hollywood se quedó sin el chollo de comunistas que combatir hace ya mucho tiempo, en la resaca de la derrota de Vietnam, y una de las fuentes básicas de su negocio, el fetiche del enemigo exterior, tuvo, al convertirse en enemigo interior, que cambiar de pellejo. Terroristas, narcotraficantes y otros intrusos pagaron momentáneamente el pato, pero no son malos de película con entidad suficiente para saciar la sed de fantasmales enemigos exteriores que genera el miedo de los nacionalismos al otro. La cercanía del milenio fue el pretexto, oportuno pero no indispensable, para volver a convocar viejos fantasmas más consistentes, como los sugeridos por aquella bestial sentencia de McCarthy de acudir, a falta de comunistas, al recambio de los engendros extrahumanos, los no nacidos de madre, que aunque no son gente tienen el don de colmar el rencor contra lo humano extranjero, que es lo que llena los cines cuando se convierten en templos del culto a las patrias que no dan carta de ciudadanía al espectador apátrida.
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