El precio de un tomate
PEDRO UGARTE La cumbre comunitaria que se ha celebrado recientemente en Cardiff ha venido determinada por las tensiones Norte-Sur en el seno de la Unión Europea. No es que se haya hablado expresamente del precio de un tomate, pero el símbolo resulta perdonable: hace tiempo que en Europa se asentó el trasiego de dinero y se debilitó el verdadero proyecto político. En Cardiff el conflicto radicaba en el futuro diseño de los fondos estructurales, su reparto ante la previsible ampliación y el papel preponderante que en su financiación deben cumplir titanes económicos como Alemania. Y se ha evidenciado que el proceso de construcción europea tiene más problemas de los que cierta euforia simbólica se empeña a veces en ocultar. Un intenso europeísmo campa por sus respetos a lo largo y ancho de Europa, con excepción quizá de la irreductible comunidad británica. Pero en Cardiff, donde no se han cruzado las espadas, aunque todo el mundo las ha desenvainado, se han impuesto reservas al entusiasmo general. De hecho, por debajo de la discusión estrictamente económica, y como detectaba este diario a lo largo de esta semana, al discurso europeísta se ha impuesto un furioso contraataque dialéctico en favor del Estado-nación. Las declaraciones de Tony Blair o de Chirac no dejan lugar a dudas, y sirven para alentar un nuevo escepticismo: si hasta ahora los escépticos (euroescépticos) eran aquellos renuentes a mayores cotas de unidad europea, en adelante va a ser necesario acuñar algún término para otra suerte de escépticos: aquellos europeístas convencidos que empezamos a preguntarnos si debajo de las discusiones sobre el precio de los tomates o las cuotas del aceite de oliva no se ocultan ya las dificultades normales en la consumación de una nueva unidad política sino simplemente eso: el precio de los tomates, las cuotas del aceite de oliva. Habrá que preguntarse también si va a ser verdaderamente posible la Europa de los ciudadanos, preguntarse si detrás de todo esto no se oculta lo de siempre, la Europa de los Estados, de los viejos Estados, con una Alemania segura de sus fuerzas, una Francia orgullosa de su prestigio cultural y de su centralidad geográfica, una Gran Bretaña que se arrastra a desgana pero nunca abandona el tren, una España, por último, cuyo interés fundamental es conseguir más recursos de los fondos de cohesión. Blair y Chirac se han explayado en la cumbre de Cardiff con un discurso (por acudir a la terminología de Vidal-Quadras, que él jamás esgrimiría a estos efectos) "identitario", donde se alentaba el más anacrónico esencialismo estatal. Algunos pensábamos que esto iba a remover la conciencia de numerosos articulistas, mentes impetuosas dispuestas a detectar de lejos cualquier atisbo de nacionalismo estrecho y turbador. Nada de esto ha ocurrido, como si todo se presentara con la naturalidad de las cosas evidentes e indiscutibles, como si la visceralidad patriótica sólo fuera posible en pueblos pequeños como el nuestro y no en los rancios Estados europeos. Cuando la construcción de Europa ha sido un proceso tan largo, trabajoso y preñado de dificultades, seguir haciendo de la Unión un club privado de jefes de gobierno parece fastidioso. A la Europa estrictamente política, que discurre por debajo del precio de los tomates y las cuotas del aceite de oliva, sólo se le admiten concesiones simbólicas: desde hace algunos años, todos los ciudadanos europeos tienen derecho de voto en su país de residencia, pero sólo para las elecciones locales. Muchas constituciones, entre otras la española, tuvieron que modificarse y dar cabida a ese mínimo avance europeísta. Lo que parece improbable es que la ciudadanía europea, a medio plazo, avance mucho más. Después de todo, ya somos un mercado, que quizás era lo importante, y los Estados vuelven sin complejos a un discurso esencialista. Quizás más que de ciudadanías habría que hablar de clientelas.
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