Adriana Varejâo muestra en Madrid su fascinación por la antropofagia
La pintora brasileña, de 33 años, expone hasta el 7 de febrero
, Sus ojos dulces despejan la incógnita de inmediato. Adriana Varejâo, pintora nacida en Río de Janerio hace 33 años, no es caníbal. Aunque ella misma se defina así en el texto de presentación de su exposición madrileña (Galería Soledad Lorenzo, hasta el 7 de febrero): "No, no, eso es sólo un retrato literario, una figura de mujer errante: a mí me gusta el café con tostadas" aclara. Y aunque en ese mismo párrafo sutil describa su arte como un producto del amor a la antropofagia. El asunto es que, en Brasil, ese término tiene y no tiene que ver con el canibalismo. "Desde 1928, año en que Oswald de Andrade publicó el Manifesto antropófago que crea la moderna identidad brasileña como suma de identidades: nacional, indígena y foránea".
"¿Definirme yo a través de mi obra? ¡No, qué va! Eso sería muy poco, quedaría una obra muy pequeña. Tendría tal vez una inspiración... Pero yo sólo quiero abrir el objetivo, ensanchar el campo, buscar raíces, vibrar con ellas".Y así y todo la pintura de Varejâo parece reflejarla a ella, lejana, extrañamente. Son pocas, apenas hay siete u ocho expuestas. Pero en ese grupo reducido de evocaciones poéticas y nostalgias cabe eso que ella llama "un remolino de culturas". Y lo que Estrella de Diego califica como los tres brasiles, los brasiles infinitos: "El que se sueña, el que se conoce, el que está por conocer, el que devuelve a los sentidos la pasión de la que andaban tan necesitados, el de los vampiros que en vez de chuparnos la sangre o la energía nos la restituyen...".
Varejâo bucea en referencias muy dispares. Trae materiales dorados (sedas, brocados), pero también oceános en calma de los que cuelgan hilos muy finos con trozos de cerámica; y cuerpos, pieles que imitan a la humana, abiertas en canal y tatuadas con motivos japoneses ("Una vez leí que en Japón hay un museo hecho a base de trozos de piel tatuada que la gente vende antes de morir").
Hay además óleos de aspecto liviano con objetos que se salen del cuadro y se hacen cuerpo; grandes telas que parecen frentes de azulejería china, o ibérica, o mexicana, o brasileña, de ésas que decoraban las iglesias y los palacios barrocos coloniales; diminutas copias de grabados que hicieron sobre madera aventureros perdidos en la selva durante la conquista de Brasil mientras eran prisioneros de los caníbales... "Cogían a mucha gente, pero no se los comían a todos. Tenían que ser muy valientes, o no tener ningún poder raro, porque si no, la comida no ayudaba a guerrear mejor".
Según De Diego, Varejâo es a la vez el ejemplo de la enorme vitalidad y capacidad de transgresión del arte brasileño y la negación del tan comentado desgaste del arte actual". Ella dice con sencillez que se inspira en todo lo que encuentra hondo: "Los escritos de Severo Sarduy sobre el barroco y el cuerpo", la artesanía china -"a mi hermano lo apodan el chino"- el espíritu marino portugués -"nunca he estado allí, cuando vaya creo que tendré que cambiar de trabajo"-, los barcos árabes antiguos... "Me fascina la cartografía, la piel de los edificios coloniales, las rutas imaginarias sin tiempo ni espacio, la temperatura de los cuerpos, esa química invisible que entrelaza los vestigios de vida".
Procede de una familia brasileña pura, aunque quién puede estar seguro de eso en "un país que rompe el árbol genealógico en cuanto aparece un negro o un indio". Y aunque no levanta en absluto "la bandera de la conquista", admite que tal vez su profunda búsqueda viajera pueda estar influenciada por la sed de aventura de sus antepasados portugueses. "Eran tipos fantásticos que no podían estarse quietos. Hubo un momento en que había más portugueses en Brasil que en Portugal".
¿O será, tal vez, según recuerda De Diego que adivinó Montaigne y escribió Oswald de Andrade, que antes de que los portugueses descubrieran Brasil, Brasil ya había descubierto la felicidad?
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