Una visión en carne viva
En su acepción más extensa, el concepto de expresionismo, lo que late en las entrañas de esa idea, abarca, en tiempo y espacio, un mapa mucho más amplio que el enclave acotado por la muestra veneciana. De hecho, su talante impregna, desde la raíz, a una querencia esencial de la estética centroeuropea y, en el horizonte contemporáneo, brota también como un renacer radicalizado de la búsqueda de ese ideal de pureza incontaminado en la inmediatez de la expresión primitiva y de la empatía. Es capaz de fusionar sujeto y cosmos, revelando las fuerzas que constituyen la naturaleza íntima, y auténtica, mente verdadera, de lo real, rasgos ambos decisivos, como bien analizara Robert Rosemblum, de la tradición romántica del Norte.En la nomenclatura de las vanguardias, tendemos a circunscribir, no sin cierto abuso, el término expresionismo a esa tendencia que habrá de contagiar, en sus más diversas vertientes, una parte sustancial de la escena cultural alemana, entre los primeros años del siglo y el arranque de la década de los veinte. No fue, incluso entonces un fenómeno privativamente germánico, en un tiempo y un continente en el que afloraba asimismo el mapa dibujado, con resonancias cómplices, por el París de los fauve, la Viena post-secesionista de Kokoschka o los confines septentrionales de Munch o Nolde.
Tensiones
Pero es cierto también que el paradigma alemán, como crisol incluso de las tensiones sociales, políticas y económicas que van a desgarrar el cuerpo crepuscular del antiguo régimen en el apocalipsis de la primera contienda mundial, identifica, seguramente como ninguno, el escenario donde el expresionismo nace como metamorfosis del lenguaje, y desplazamiento del énfasis desde la contemplación a la acción, para conformar la visión en carne viva de un mundo que desenmascara sus lacras y busca purificarse en la hoguera de la expresión.
Y así, en esas dos décadas que abren el siglo, y hasta que se vea relevado por la interiorización crítica de la nueva objetividad o la progresiva vocación analítica que se instala en la evolución de la Bauhaus, la escena artística alemana encuentra su articulación más viva y fértil en la vanguardia expresionista.
Es además un impulso que se expanderá entre todos los territorios de la creación germánica del momento. Pues de esa vigorosa epidemia participan los legendarios cenáculos plásticos de Die Brücke y del Blaue Reiter, la escritura de Ernst Toller o de Karl Einstein, el cine auroral de Robert Wiene o de Murnau, los montajes teatrales de Ludwig Berger y del primer Max Reinhardt, o la turbulenta dinámica de las arquitecturas soñadas por Finsterlin, Bruno Taut o Erich Mendelsolhn.
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