Vampiros modernos
Por la época en que Ferrara rodaba su modélico turbador filme, un raro especimen de cineasta independiente, Michael Almereyda, obtenía de David Lynch el apoyo para rodar, también en blanco y negro, otro filme sobre vampiros revisionistas, y qué revisionistas que resultan. Hermanos mellizo, los Ceausescu-Drácula así dicen llamarse, no son ambos rigurosamente vampiros: él, enamorado de una mortal enfermera, está postrado e inconsciente en un lecho, quiere romper con la familia e incluso ayudará a un histérico, marciano, Van Hesling, que se parece mucho a Peter Fonda, a acabar con la dinastía; ella -la Nadja cuyo nombre han tomado prestado al bueno de André Breton y que tiene como esclavo a un sumiso Reinfield- sí que lo es, y a ratos se muestra como lesbiana.No es que, como al oficial romano, le pese la inmortalidad; lo que la mata, parece, es la superficialidad del mundo y sus gentes... o así se lo confiesa a una víctima potencial.
Nadja
Dirección y guión: Michael Almereyda. Fotografía: Jim Denault. Música: Simon Fisher-Turner. Producción: David Lynch, EE UU, 1994. Intérpretes: Elina Lbwensohn, Jared Harrís, Peter Fonda, Martin Donovan, Galaxy Craze, Suzy Amis, D. Lynch. Estreno en Madrid: cine Alphaville.
Con esos elementos, más Lucy y su esposo enamorado, como en la novela de Stolcer en que se basan tantos filmes sobre los no-hombres, más citas extraídas de aquí y de allá, de Cocteau a Bela Lugosi, Almereyda nos suelta un mecanismo convenientemente modernete, rodado con técnicas videográficas, que se parece más a un capricho del género -"veis qué listo que soy"- que a un filme con su propia lógica interna.
Ni parodia ni mera recreación del subgénero más fecundo del cine terrorífico, Nadja es, sobre todo, una aburrida broma pretendidamente intelectual, un pedante juguete para atrapar incautos con cuatro movimientos de cámara supuestamente innovadores, al tiempo que se inscribe, un eslabón más, en la cadena de vampiros "raritos".
Incesto
Si hasta ahora la sangre parecía ser el único motor que explicaba el comportamiento ancestral, de las criaturas de la noche, ahora se nos sugiere que tal vez el tabú por el que les hemos condenado nosotros, los "normales", no sea su sed de inmortalidad, sino la transgresión del incesto. Un final abierto abona abundantemente, quizá abusivamente la tesis; pero no se confunda el sagaz lector: a la postre, Nadja no es más que un cachivache posmoderno que no logró confundir ni siquiera a los habitualmente poco exigentes amantes del género en su anual comparecencia en Sitges: cuando se pasó en el festival suburense, hace un par de años, hasta los más insensatos huimos despavoridos de la sala.
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