Sin Gobierno

La dulzura de estar sin Gobierno puede crear adicción. Ahora comprende uno por qué el italiano es un pueblo feliz. Tantas alegres tarantelas se deben a qué en ese país pasan años sin que mande nadie. Quienes han probado esa clase de política ya no la abandonan jamás. Y por eso cantan. Creíamos que el caos era el desorden, pero según una de las leyes de la termodinámica, el caos significa la uniformidad de los desniveles de energía, o sea, la paz. Este descenso de la crispación política que se experimenta ahora en España forma parte de la entropía. En Italia, después de un esfuerzo ímprobo, a veces logran elegir a un primer ministro estable. Comienza entonces la responsabilidad de tener que derribarlo. No soportan mucho tiempo semejante neurosis. Enseguida vuelven a caer en el vicio dulce de estar sin Gobierno. La carencia de un jefe político por la que atravesamos permite que nos demos cuenta de la enorme importancia que tienen los panaderos, los fontaneros y los transportistas. Todo iría mejor si la gente no trabajara tanto. El problema consiste en que la mayoría de los ciudadanos son incompetentes en su profesión y a la vez están obligados a ejercerla por ley, costumbre o necesidad. A muchos funcionarios habría que pagarles sólo para que no tocaran un papel. Muchos negocios recobrarían la máxima rentabilidad si sus asesores técnicos estuvieran siempre de vacaciones en el Caribe. Un Gobierno en funciones reduce felizmente la incapacidad de los políticos, ya que ellos permanecen inmóviles y la vida que transcurre dentro de un caos suave va solucionando los problemas con sus propias leyes. Semejante dulzura puede producir adicción, pero estar sin Gobierno, además de elevar a la categoría de reyes a los panaderos, tiene otra emoción: ver cómo Aznar lee al poeta Gerardo Diego para parecer fino y culto; comprobar cómo Felipe González, en la despedida ante un gran corro de intelectuales llama al zafio de Paco Gandía para que les cuente chistes y les cubra a todos de mierda.
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