Noches de vino y risas
Hay ciudadanos que tiemblan cuando llegan estos días de pan y felicidad; les invade una calima de misantropía melancólica. Cada vez son más los que abominan entrañablemente de obligadas sonrisas, ineludibles borracheras, alegrías forzadas, dispendio por narices (o por razones testiculares), mensajes cuajados de cinismo. Y beben, y beben, y vuelven a beber. Ante tamañas efusiones, algunos no consiguen contenerse: cuando les felicitan las Pascuas esgrimen risa de hiena:, por mucho que hacia Belén vaya una burra cargada de chocolate y otras sustancias montaraces.Un peligro inminente acecha a estos individuos: de tanto bregar contracorriente, se les pone el mal talante habitual, sufren de gastritis y manía persecutoria, les acosa el sarcasmo, y cada vez que hay un jolgorio oficial maldicen de la condición humana y de la madre que la parió. Pasar la Navidad con alguno de estos ciudadanos es una cruz como el Valle de los Caídos. Y no porque sean mala gente, que no lo son. Salvo error u omisión, son ejemplares contribuyentes cargados de razón. Pero ahí está el quid, en la razón desmesurada que los acompaña en el sentimiento.
Sin embargo, ya existen ejemplos de gente que se ha librado de esa morbosa propensión a aguar las fiestas. Juan Menéndez Villafañe, de 71 años, es profesor de Filosofia jubilado residente en Madrid. Entusiasta seguidor de Parménides, el doctor Menéndez siempre fue enemigo incondicional de las fiestas, en especial de la Navidad. Pero hace seis años, en un rapto de lucidez, se percató de que no le traía cuenta andar todo el día como un basilisco, y menos en Madrid, que es pura algarabía durante más de una quincena. Se hizo luz en su mente, gritó eureka y dijo para sí: "En el mucho pensar no faltará pecado. Para sobrevivir es preciso pasar de vez en cuando por el aro y ser devoto hasta el punto de comulgar con ruedas de molino, pero no mucho".
Desde entonces, aprovecha cualquier disculpa para montar jolgorios, dejar de cavilar lógicamente y olvidarse la razón en el desván.. Ha elaborado una interesante teoría que ya es conocida como el Teorema de Menéndez: "Todo hipocondriaco sumergido en una fiesta debe prescindir de Parménides y empaparse de Aristóteles, quien en su Poética descubrió que, entre todos los animales, sólo el hombre sabe reír. De lo cual se colige que para ser racional hay que desarrollar la irracionalidad, la capacidad de delirio, la risa e incluso la carcajada, al menos en fiestas de guardar. Las fiestas no deben ser pensadas, sino gozadas sin orden ni concierto. Y dejarse llevar por la corriente a verlas venir".
Dicho y hecho. Cada Nochebuena, el profesor Menéndez se junta con niños de su barrio y se va a pedir el aguinaldo a ritmo de pandereta por la calle de la Ballesta y aledaños. Todas las señoritas y caballeros que por allí pululan quedan atónitos ante la ingenuidad osada del viejo filósofo, que brinca, canta y ríe como un poseso benigno. Por la noche, en la cena familiar, se viste de tonadillera ante el estupor de su esposa, hijos, nueras y nietos. Se pasa la velada entonando el Capote de grana y oro junto con otras coplas igualmente inadecuadas para un discípulo de Regel. En Nochevieja acude a la Puerta del Sol a oír las campanadas y tomar las uvas con soldados, prostitutas, camellos, autoridades, carteristas, solitarios, punkis, gamberros y buscavidas. Vuelve a casa muy de madrugada entonando el himno del Principado de Asturias. Después queda sosegado como una malva y feliz como un fauno.
Un hombre de tan probada ética y tan gran espíritu de trabajo anda diciendo por ahí que lo fascinante de una fiesta es que los santos se vuelvan algo criminales, y viceversa. Convencido de que el asesinato es una de las Bellas Artes, el profesor Menéndez mata a conciencia durante estos días el tiempo, el rato y el gusanillo. Se acabó la misantropía.
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