Boca a boca
No sé si algún lector de edad indefinida se acuerda todavía de una canción romántica, titulada a propósito Beso asesino, donde el deseo lúbrico se declaraba así: "En tu boca de fresa quiero besarte / con un beso infinito / que te estremezca y me haga soñar, / que sea un beso que apague / mi sed de amarte, / que me entregue tu vida / y te dé mi ansiedad...". En aquel ígneo entonces, cuando las bocas eran comparables a fresas y no a papilla de chinchilla isleña, sólo las castas búlgaras como que se sentían abocadas de suyo al yogur -eso que tanto asco producía al principio-, mientras que aquí se relamían de gusto, ante la sutileza proverbial del convite, a la sombra de un algarrobo: longaniza, tortilla de patatas, chorizo cular, lomo, jamón, queso del duro, morcilla picantona, farinato, lagarto escabechado, ensalada de verdolaga y, de postre -para las hembras y los rapaces-, una fuente colmada de arroz con leche. No el balde preguntábase Celaya: "¿No es la felicidad lo que me embarga?".Y era al término y pico de aquellas merendolas, rociadas con vino de garrote, cuando a la abuela de Ana Belén, mucho más lejos de Estambul que de Peñaparda, le daba por soltarse el mono y ponerse a cantar: "El tintero de la Hilarla / ya no tiene tapadera, / que se la quitó Cipriano / subiendo por la escalera". Sonaban la zambomba, la botella de anís, el almirez y el tamboril. Y entre todos, comidos y contentos, acuñaban refranes populistas, cuñas siempre certeras de publicidad prehistórica; por ejemplo: "Después de Dios, la olla". Ese orden sensato de las cosas, que servía de puente levadizo entre el estómago y el Altísimo, se fue al carajo en el instante mismo en que el país se inclinó. con vértigo hacia el dudoso gusto del modernismo, en detrimento del sabor ancestral. Que hasta el pintor Solana, fillósofo del cielo de la boca, se quejaba a conciencia de que ya ni el jamón sabía a jamón ni el tintero a tintero. A partir de esa hora, con la ayuda postrera de la termodinámica socialdemócrata, la pérdida sabrosa ha ido a. más.ç
Imaginen la última y la menos sonada. Acababa Felipe González de esparcir su sonrisa precolombiana, dominguera y nocturna- sobre los allegados de la calle de Ferraz, abierta al tráfico. De la sede central salieron, casi cogidos de la mano, Alfonso Guerra -y Txiqui Benegas. Era el momento excelso, no me lo negarán, para atizar sus bocas con la que ya está siendo la canción del verano: "¡Ay, qué pena me da, / que se me ha muerto el canario!". Pero nada. Musitó solamente el segundo: "¿Vamos a cenar algo'. Y matizó el primero: "Yo tomaría un yogur...". Quien aquello escuchara, que nunca me ha mentido hasta ahora, lo sigue recordando, se sonroja y exclama sin cesar: "¡Así no vamos a parte alguna!". Eso es, fíjense por dónde, lo que venían repitiendo los intelectuales de derechas: que el poder socialista estaba terminando con la tortilla de patatas. Y el inefable Álvarez del Manzano, en uno de sus leves subidones de oblea, tuvo el moral. coraje de abominar ha poco del pinchito moruno y del herético cuscús. O sea, que habían avisado por las claras. Por-que no basta ahora con echarle la culpa de todo a la corrupción y a la crisis, que sería como explicar lo de Roldán por el juego del rol y lo de Rubio, en cambio, por la bacteriaasesina: "Manolo, tú ahí te quedas por no tener cuidado".
Al personal, en realidad, se le ha ido abriendo a tope el tradicional apetito, ha sentido nostalgia del lejano esplendor sobre el rastrojo, ganas irresistibles de un almuerzo como Dios manda. Sin pizzas a domicilio, rollitos de primavera, hamburguesas sebáceas, tartazos rumasianos, castañas glaseadas... Y, sobre todo, sin yogur de chinchilla, viático que habrá sido para el PSOE lo que fue la tortilla francesa para los paladares estragados de la UCD.
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