Bienvenidoy adios
Los fieles cantan las sevillanas del "amigo que se va" en el recibimiento al Pontífice
ISABEL PEDROTE / PABLO ORDAZ Acababa de llegar y ya le estaban diciendo adiós. Niñas vestidas de flamenca le recordaron ayer al Papa, nada más descender del avión de Alitalia en el aeropuerto de San Pablo, sus sevillanas preferidas: las del adiós. Unas que vienen a decir: "Algo se muere en el alma cuando un amigo se va". Juan Pablo II, que las había oído coreadas por miles de sevillanos en su anterior visita a la ciudad, las deletreó un día desde su balcón de la plaza de San Pedro. Ayer, en cambio, el Pontífice no se percató en principio del obsequio sonoro, y ya se iba despistado de la pista cuando la reina Sofía le hizo caer en la cuenta. Fue entonces que se rompió el protocolo: Juan Pablo II volvió sobre sus pasos y pidió a las jóvenes sevillanas que le repitieran el cante.
La ciudad celebró a su manera la llegada del Papa. La leyenda escueta de una pancarta sobresalía sobre las demás, pertenecientes en su mayoría a 17 parroquias de la ciudad, comunidades neocatecumenales y miembros del Opus Dei. Proclamaba rotunda la pancarta, dándole a Juan Pablo II idéntico tratanúento que a Maradona: "¡¡Papa, Campeón!!" Hoy precisamente, cuando la comitiva papal pase por el estadio Benito Villamarín camino de una residencia de ancianos de Dos Hermanas, una pancarta de 50 metros de longitud proclamará solenmemente junto al Gol Norte: "El Betis con el Papa".
Juan Pablo Il abandonó el aeropuerto en el interior de su vehículo blindado, y ya en las calles de la ciudad una lluvia de papelitos amarillos -guías telefónicas recortadas con santa paciencia- se precipitó sobre el papamóvil.
Mientras, en tomo a la Catedral, se iban apelotonando devotos venidos de todas partes como una inmensa torre de babel: señoras con el bolso en bandolera, excursiones dirigidas por un cura con clergyman en cabeza, cofrades de honda tradición y racimos de religiosos de distinas razas, se cruzaban por las tortuosas callejuelas, de esta Sevilla engalanada de seda y guirnaldas. La Virgen de los Reyes, patrona de la ciudad, había, pasado a las ocho de la mañana dejando tras de sí una multitud expectante que desde esa hora temprana se disputaba ya los sitios de honor, todavía respetuosamente.
"Banderazo"
Y entre los fieles, gitanas ofreciendo claveles, quiosquillos de recuerdos vaticanos y mercaderes de ocasión. "Vamos a darle, un banderazo al Papa, a 20 duros", pregonaba un decidido vendedor de banderolas amarillas y blancas. Los pedigüeños habituales en la puerta de la Catedral habían modificado sus armas de costumbre -cartilla del paro y de la seguridad social-por una oportuna invocación a la caridad cristiana y a la hermandad mundial. La Sevilla cervantina de Rinconete y Cortadillo sabe siempre adaptarse como un solideo -"pieza de la tela de los hábitos a modo de casquete, que usan los obispos de color violeta", según el diccionario particular del Congreso Eucarístico- a lo que venga.
Al filo del mediodía, cuando la soflama era ya irrespirable, las caras empezaban a cobrar un encamado preocupante y los empujones y pellizcos dejaron de ser disimulados -"¡Haga usted el favor, hombre de Dios, que estoy, aquí desde las siete!"-, las campanas de la Giralda estallaron en un prolongado repique. Los grupos de bandurrias y guitarras alzaron la voz hasta engallitarse: "Juan Pablo, segundo, te quiere, todo el mundo".
Por fin, la figura blanca del Papa se asomó al primer balcón de la Giralda y después, de una ovación se hizo el silencio. En la retaguardia no se escuchaba absolutamente nada, pero daba lo mismo. Al temimar el Angelus, los fieles despejaron por rumbas.
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