Otra Suiza
Hay muchas man eras de ver la Expo. Pero quizá el ejercicio más estimulante es el de entrar en los pabellones con la inocencia del marciano y aprender de los países justo lo que esos países creen ser o lo que quieren que creamos que son. En el fondo de esos pabellones se amasan muchas horas de discusiones y de dinero público recaudado entre sus ciudadanos. Nada de lo que hay en esas embajadas efímeras es gratuito, y señala la diferencia entre el gobernante de catálogo y el artista de la imagen colectiva. A la Expo hay que ir con el estado virginal de los cultivadores de preguntas. Hay que gozar con lo que se ve y jugar a la interpretación de lo que no se ve. Porque en este tipo de ferias del universo, los escaparatistas no parecen querer complicarse la vida y no nos dicen más cosas de las que nos quieren decir. Pero de cuando en cuando hay alguna excepción para el espíritu, un pequeño guiño que nos recuerda que el mundo es mucho más complejo que una colección de cromos.Ahí está, por ejemplo, el pabellón de la Cruz Roja. Uno de los escasos lugares del planeta donde la cruz y la media luna firman juntas y solidarias y donde se ve la guerra en los cuerpos y no en los mapas. El otro pabellón de la perplejidad se encuentra bajo la torre de papel reciclado de Suiza, ese país que siempre creímos adornado con los valores de Calvino y que en Sevilla se ha disfrazado de anarquista de Lugano. Los suizos se muestran al mundo del 92 con preguntas irreprochables. Se preguntan si la neutralidad es sinónimo de responsabilidad o si el aire suizo es más puro que el aire europeo. Incluso llegan al límite de la contricción con una frase tremenda: "Pedirnos que viniera mano de obra y nos llegaron seres humanos". El pabellón de Suiza ha entendido Sevilla como un saludable psicoanálisis público. Y eso, entre tanto oropel y ringorrango, es un desafío a nuestra propia autocrítica.
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