Su Fígaro y su fandango
Mozart compuso dos óperas sobre tema español, situadas en Sevilla, pero sólo escuchamos algo de nuestra música en el acto tercero de Las bodas de Fígaro, cuando suena el fandango "misterioso y lleno de sombras", como escribe Massimo Mila. Pero antes de ese misterio está el del mismo personaje, Fígaro, el barbero de cuya existencia real y concreta nada se sabe, con todo y haberse constituido en mito permanente.¿Lo conoció su creador, Pierre Agustin Caron Beaumarchais, cuando, en 1764, vino a España en son de guerra y con el fin principal de vengar el honor herido de su hermana? Quizás. Lo cierto es que de aquella aventura por nuestras tierras nació la trilogía sobre Fígaro que componen las comedias El barbero de Sevilla, Las bodas de Fígaro y La madre culpable, la tercera de las cuales no encontró música que la tornarse perdurable a pesar de haber sido llevada a la escena operística por Darius Milhaud. Pero, ¿quién le ponía los puntos a Mozart o a Rossini?
Larra, cuando adopta el pseudónimo de Fígaro, sugerido por Grimaldi en la tertulia del Parnasillo, en contra de la opinión del castizo Mesonero, justifica la elección, y al publicar su primer artículo bajo el nuevo pseudónimo nos da un retrato ideal del personaje: "Nombre a la par sonoro y significativo de mis hazañas, porque, aunque no soy barbero ni de Sevilla, soy, como si lo fuera, charlatán, enredador y curioso además si los hay. Me llamo, pues, Fígaro; suelo hallarme en todas partes, tirando siempre de la manta y sacando a la luz del día defectillos leves de ignorantes y maliciosos". Ahí está el personaje, bastante coincidente con el que nos presenta Rossini en El barbero a través de la célebre cavattina.
Habitó en Sevilla otro Fígaro de arte menor: Agapito González de Rojas (1848-1918), que, con el mismo apelativo de Larra, firmaba en los periódicos. Y en cuanto a barberos, la literatura y el teatro españoles nos dieron, entre otros, el de Guadalcanal y el de Carpe, que no eran ambos sino el padre Isla, así como el de Fuencarral, tras el que se encondía Miguel de la Higuera a la hora de arremeter contra don Ramón de la Cruz y su zarzuela Briselda. Todo ello sin olvidar al más simpático de todos, El barberillo de Lavapiés, de Asenjo Barbieri, o la zarzuela de "teatro en el teatro", El barbero de Sevilla, de Perrín, Palacios, Nieto y Giménez, pasando por los arreglos del original rossiniano, en los que colaboraron maestros como Alvira, Calleja o Fuentes, El barberillo travieso, del escolapio Isidoro Domínguez, o El de mi calle, con partitura de Vidal y Llimona, hasta llegar al más reciente Fígaro, la ópera de José Ramón Encinar (1989).
Volvamos a Mozart, su Fígaro y su fandango. Era éste un aire nacional que, junto a la seguidiya, representó desde antiguo lo caracterizadarnente español. Aparecía en todos los cancioneros y compilaciones publicados en cualquier país y, tal ocurrió con la cachucha, era lanzado por las más famosas bailarinas.
Gluck lo empleó en su ballet Don Juan, de 1761, 25 años anterior a la ópera de Mozart; Scarlatti y Soler lo hicieron sonar en el clave, y Bocherini lo introdujo en las formas de cámara. Cuando escuchamos el fandango de Mozart viene a nuestra mente, aun sin quererlo, el recuerdo de Bocherini, llamado por algunos retóricos "la mujer de Mozart" en gracia al tipo quebradizo de su sensibilidad, con sus peculiares coloraciones instrumentales, que avecinan las versiones realizadas por el italiano y el salzburgués.
Esto queda, y no más, de España como presencia musical auténtica en el Fígaro de Mozart, mientras del personaje podríamos decir lo que de la Lola, la de los puertos, poetizaban los Machado: "Y ese Fígaro, ¿quién será?".
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