Espectáculo
Demasiado a menudo, entre el último café y el primer bostezo, asoman sus rostros a la pantalla y se sientan a llenarnos la cena de lágrimas. Ahora se lleva bastante ese periodismo llamado de sociedad. Sus teóricos dicen que son las cosas de la vida, pero en realidad siempre nos ofrecen cosas de la muerte. Tanto da si los muertos son marinos o toreros nocturnos. Lo importante es poder ofrecer al público la exclusiva mundial de la lágrima del pobre. El mecanismo es relativamente fácil. Se sitúa la desgracia sobre el mapa, se montan al jeep los cazadores de tristezas, instalan su cámara o su teléfono en la casa del dolor, y los vídeos se ponen perdidos de sollozos y de legítimas penas.Gracias a esos audaces exploradores del alma, el público está descubriendo últimamente un fenómeno hasta hoy insospechado: por lo visto, cuando unos padres pierden a su hijo, se entristecen tanto qué ni siquiera pueden contener el llanto ante las cámaras. Increíble, pero cierto. Menos mal que siempre hay algún periodista con ganas de verdad para servirnos el espectáculo a domicilio.
Ahí están, familias rotas con bebés a cuestas intentando decirnos lo bueno que era el niño. Ignoran que sólo esa muerte les ha dado la oportunidad de ser alguien en el mundo y no pueden desaprovecharla. Las lágrimas audiovisuales siempre son de los mismos. Nacen en los lagrimales del hambre, crecen entre el adobe y los silloncitos de skai y se condensan ante la mirada intrusa de la lente-diosa. A veces, la supuesta información no es otra cosa que pornografía del alma ajena, porque el espectáculo exige siempre la evidencia del dolor en el rostro. Siempre rostros sin guardaespaldas ni asesores de imagen. Gente que sólo se tiene a sí misma y que se agarran al periodista como si fuera su último pañuelo. Lo sabemos y por eso vamos. Para alcanzar el éxito fácil a costa de su llanto.
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