Mito literario
Misteriosa y extraña es la vida. Ayer por la noche, una semana después de la muerte de mi madre, estaba hojeando su libro de memorias Espejo de sombras y me detuve en la página donde habla de nuestro viaje a Alejandría, en el ya remoto verano de 1965.Allí menciona el Cuarteto de Alejandría y afirma que pocas ciudades le han parecido tan hermosas. Doce horas después me llamaban para comunicarme que Lawrence Durrell había muerto.
Yo descubrí a Durrell un año antes, gracias a una amiga inglesa que me prestó el primer -y para mí el mejor- volumen del Cuarteto, Justine. Pocas veces la evocación poética de una ciudad, de un mundo desaparecido y de los seres que lo poblaron alcanza al mismo tiempo tanta fuerza narrativa. Es decir, ese justo y milagroso equilibrio entre la poesía y la narración que apreciamos también en otras grandes novelas contemporáneas como La muerte de Virgilio de Broche, Bajo el volcán de Lowry, o Pedro Páramo de Rulfo.
Pero en las páginas de Justine además de descubrir al poeta Lawrence Durrell, leí por primera vez a otro asombroso poeta que hasta entonces no era para mí más que un nombre borroso, me refiero a Constantino Cavafis, el viejo poeta de la ciudad.
Dos de sus mejores poemas, el titulado precisamente La ciudad y otro El Dios abandona a Antonio figuran como apéndice del libro en las versiones libres hechas por Durrell. Creo que a esos dos descubrimientos ha debido mi madre unos días felices y yo unas imágenes memorables. En un poema de mi libro Antes que llegue la noche, titulado Alejandría, traté de repetir y repetirme algunos de los intensos momentos de aquella estancia. Recuerdo el largo viaje en barco desde Barcelona, pasando por Marsella, donde pude comprar una antología de la poesía de Cavafis en francés, después de Génova y por fin, en un amanecer rosa y dorado, entre los blancos minaretes, la mítica Alejandría.
Durrell y el viejo poeta de la ciudad fueron los guías más fieles de aquella ciudad en decadencia, pero que como todas las ciudades del espíritu, en cuyas calles y plazas se mezclaron la leyenda y la magia con la historia y sus brutales hechos, guarda para el viajero un misterio imposible de definir.
Durrell habla así de esa Alejandría: "¿Qué es esa ciudad, la nuestra? ¿Qué resume la palabra Alejandría? Evoco en seguida innumerables calles donde se arremolina el polvo. Hoy es de las moscas y los mendigos y, entre ambas especies, de todos aquellos que llevan una existencia vicaria". Miseria y grandeza que pueden resumir muy bien la ciudad y por supuesto las mejores páginas de Durrell.
Tiempo después en su prólogo a la guía de Alejandría, de Forster, escribió otras palabras que resumen la atracción fatal de esta ciudad para muchas gentes: "Es un lugar para separaciones dramáticas, decisiones irrevocables, últimos pensamientos, todo el mundo se siente empujado hacia lo extremo, hacia el límite de su capacidad de resistencia".
De aquella ciudad en donde Marco Antonio había escuchado "una invisible compañía con exquisitas músicas" la noche de su derrota definitiva y la que Cleopatra sintió el terco aleteo de la muerte, la ciudad tantas veces destruida y reconstruida, la misma que según Cavafis, te seguirá siempre y por cuyas calles él y sus eróticos fantasmas se perdían y se transfiguraban, se convirtió gracias a Durrell, en uno de los grandes mitos literarios de nuestro siglo, como la Venecia de Thomas Mann o el Buenos Aires de Borges.
Cinco años después de aquel viaje escuché una lectura de poemas de Durrell en Nueva York. No hay que olvidar que era también un memorable y significativo poeta en verso. Allí cambiamos unas breves e intrascendentes palabras de presentación en las que yo por timidez apenas intervine, mientras él comentaba las diferencias entre la ginebra inglesa y la norteamericana (por lo visto más fuerte). Claro está que yo no escuchaba al ser humano Lawrence Durrell sino al símbolo de aquella ciudad y sus soñados habitantes.
Ahora, sobre el puente de un barco hundido hace muchos años, donde el paso del tiempo y la derrota de la vida se ennoblecen con aquella luz persistente del amanecer, miro esfumarse, por una voz unidas, las sombras de Felicidad Blanc y de Lawrence Durrell, mientras despido a la querida ciudad que me abandona.
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