La fragata
A-4. Agua. B-5. Tocado y hundido. Todas las guerras aeronavales vienen a empezar más o menos así. Se habla de guerra con una frivolidad que indica bien a las claras el grado de militarización subyacente en el pensamiento colectivo. Se había de las armas como si fueran elementos inocuos que dan la razón a quien mejor los utiliza. De pronto, ese bárbaro chuletón del Golfo que es Sadam Husein ha conseguido sacar a flote lo peor de Occidente. Ahora ya sabemos que está civilización nuestra de la ópera y la gastronomía, de los buenos poemas y de las joyas de Cartier, también se pone cachonda a la más mínima oportunidad de jugar un pimpampum contra el infiel de la buena educación internacional. Cuando se empieza una guerra, siempre hay una extraña euforia tribal con himnos y banderas que lleva a aplaudir a los jóvenes soldados que marchan hacia el frente. Pero cuando esas guerras terminan, el ojo implacable de las cámaras de televisión se ensaña en los dramas individuales, en los cuerpos mutilados, en los cadáveres insepultos de las trincheras, y aparece en nuestra personal teoría del conocimiento la intangible vergüenza de la especie humana, autora de tantos prodigios y tan incapaz de responder a la violencia con otra medida que no sea la violencia. Parece que alguien está dispuesto a mandar una fragata a esa trágica juerga lejana para lo que el tío Sam guste mandar. Un buque de guerra siempre es una metáfora del Estado. Y en esa fragata descreída y palanganera, al pairo de los grandes portaaviones, se moverán pequeños ciudadanos de uniforme con dudas razonables sobre su personal sentido de la vida y de la muerte. Nos ha tocado poner a nuestros chavales de Valladolid o de Virginia en el matadero kuwaití sólo para que la gasolina siga a 16 duros el litro, y todavía tenemos ganas de jugar a barquitos con la imaginación. Lo peor de las guerras es que nunca se comprenden. Absolutamente nunca.
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