Colas
Está clarísimo que no somos un pueblo importador de colas, sino exportador de coladores. Cuando fabricamos filas es con la perversa intención de romperlas antes de formarlas. Practicamos asiduamente el deporte del empellón, del que ya somos buenos expertos. Cuando vemos una señal indicando pónganse aquí unos detrás de otros nos lanzamos allí todos revueltos y, en algún caso, incluso con ajetes. Es uno de nuestros más sabrosos platos típicos.Me encuentro ahora en la terminal de llegada de vuelos nacionales del aeropuerto de Madrid y no acierto a distinguir el comienzo de la cola para tomar un taxi y el final de la misma. Los viajeros, incapaces de alinearse civilizadamente, cazan los coches como si fueran liebres en un ojeo, y los taxistas, que bien pudieran mantener el orden que respetaron en la parada, se lo saltan a la torera en una especie de rally medio suicida arrebatándose a los pasajeros.
Esta falta de disciplina y este exceso de barbarie producen escenas de violencia irrisoria. Hay usuarios que intercambian insultos con sus vecinos. Y vecinos que, cargados de maletas y de impaciencia, la emprenden a bofetadas, bien sea con el conductor que se ensaña y carcajea desde el pescante o, si le intimida éste, con cualquier otro individuo que intenta apropiarse del transporte. En el aeropuerto de Barcelona sucede lo mismo, aunque agravado por la energía preolímpica que ha invadido el lugar. Igual situación existe en el resto de España.
La solución sería muy simple Basta copiar lo que hay en la mayoría de los grandes aeropuertos extranjeros, donde existe un empleado uniformado responsable del control de esa cola. Este capataz actúa con eficacia y suele abrir la portezuela del vehículo y desearte los buenos días. El sistema ha demostrado ser práctico y también pedagógico, pues los viajeros ineducados, que abundan en todas partes, acaban ingiriendo su ración de civismo.
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