Amorcito
Él es delgado y pudo haber venido en un barco. Ella está bastante gorda y lleva una bata blanca sobre una estrepitosa ropa interior negra. Él empuja pulcramente un equipo de amplificación con ruedecillas. Ella empuja un cochecito con un niño.El cortejo penetra educadamente en el restaurante, y entre él y ella marchan cuatro niños más uniformados. Son las diez y media de la noche y todos comemos o esperamos nuestra paella. El cabeza de familia o empresario luce angelical sonrisa, mientras revisa el local y finalmente monta la prótesis musical. Ella se sienta con gesto cansado.
Se alinean los cuatro niños y se dispara la casete. Voces infantiles enlatadas proclaman la importancia del amorcito y las excelencias de darse abracitos. Los niños mastican a destiempo la letra de las canciones en un rudimentario play back e interpretan con desgana una coreografía de gimnasia rehabilitadora.
Una de las niñas pone la cara de mala leche que siempre hemos deseado tener para las grandes ocasiones. Otra lleva con discreta coquetería el asunto, gracias a unos ojos inmensos sobre un rostro interracial.
Ante el horror del espectáculo, sólo cabe distraerse haciendo conjeturas sobre la génesis y genealogía del grupo. Gana esta hipótesis: ella trabaja en una barra americana y tenía una hija de un percusionista brasileño; él quería engendrar un equipo de fútbol, pero su mujer le echó al tercer niño; el quinto es de ambos.
A punto de finalizar la actuación, ella vende a los parroquianos la casete enfundada en su bata blanca. Los alemanes cotizan. Una pareja británica y nosotros nos abstenemos de contribuir a la explotación de los críos. Ignoro si existe un organismo que reprima estos excesos de orgullo o comercialidad paterna. Iban por Denia.
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