Al amanecer
EN DOS ocasiones durante la semana pasada, este periódico ha tenido la desgraciada oportunidad de recordar la radical inutilidad de la pena de muerte, y el frontal rechazo que suscita entre los ciudadanos auténticamente libres lo que no es sino la expresión de una revancha social. Ejecutar a un ser humano nunca puede ser un acto ejemplar, y quien sostenga lo contrario se coloca en el mismo nivel de apreciación moral que los criminales a los que se pretende castigar. Ninguna razón es válida: la misión de la sociedad es protegerse de los criminales, no ponerse a su altura en un gesto estéril y tardío. El argumento vale para todos los países -Estados Unidos, China, Etiopía o, como en el caso que nos ocupa, Cuba- y para todas las circunstancias. Por ello no es éste mal momento para pedir una vez más que desaparezca definitivamente de nuestro ordenamiento legal tan abominable figura jurídica, incluso en los limitados casos previstos en la Constitución de 1978.El fusilamiento al amanecer en La Habana de los cuatro principales encausados en la conexión cubana con el narcotráfico obliga una vez más a condenar de modo radical la práctica de esta particular versión de la solución final. A muchos españoles les habrá producido escalofríos volver a oír -14 años después de las últimas ejecuciones en España, ordenadas por el general Franco- la frase de Fidel Castro: "Mi pulso no temblará", en el momento que confirmaba las sentencias de sus antiguos compañeros de armas. Como si ello constituyera el argumento definitivo de la necesidad de la medida. El líder cubano ha enfermado al sentirse traicionado por sus amigos y su hermano Raúl ha llorado delante del espejo, pero no les ha temblado el pulso cuando se trataba de decidir entre la vida y la muerte de los cuatro ajusticiados. Acompañado de lágrimas sinceras o de lágrimas de cocodrilo, no existe grandeza en tal gesto, sino debilidad. Siempre será la expresión más inmediata y cruel del desprecio por la vida de los demás y, políticamente, de la falta de fortaleza de un régimen. Y toda la panoplia de sentimientos desplegada en la escenografía de una aberración semejante, lejos de constituir atenuantes, contribuye a hacer más inhumano el acto.
Al lado de estas consideraciones, que establecen los límites reales entre lo justo o lo injusto, entre lo digno o lo indigno, poco importan las razones políticas que pueden haber intervenido para que las ejecuciones se llevaran finalmente a cabo. Ya se sabe que los dictadores suelen ser implacables con quienes les traicionan o les ponen en ridículo. Ochoa, De la Guardia, Padrón Trujillo y Martínez Valdez, al entrar en contacto con el cártel de Medellín y establecer la conexión cubana en el tráfico de drogas hacia EE UU, pusieron de manifiesto la profunda corrupción existente en altas instancias políticas de Cuba. Además dieron la razón a las autoridades norteamericanas, que llevaban tiempo asegurando que parte sustancial del tráfico de cocaína pasaba por La Habana, y confirmaron que la inmoralidad no es vicio del que estén exentos los regímenes revolucionarios del socialismo realmente existente -aunque sea en versión caribeña-, por mucho que el dogma determine por decreto su no existencia.
El desarrollo posterior de los acontecimientos ha dejado en el aire además la sospecha de que Castro ha cortado -literalmente- la cabeza de la mafia oficial cubana por donde ha querido, sin que ello signifique necesariamente que el mal acabase a ese nivel. En un régimen como el cubano resulta muy difícil creer que el general Ochoa estuviera actuando sin el conocimiento de más altas jerarquías del país. Así, a la esterilidad de la sangre cruelmente derramada, por muy culpables que fueran los cuatro de La Habana, se añade la duda de si se ha hecho justicia, y la certeza de que, en cualquier caso, no se ha hecho toda la justicia.
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