Boxeo

En un Porsche rojo lleno de pulgas fui el otro día al boxeo. El propietario del coche es un famoso periodista que además tiene un perro, y yo había sustituido a este animal en el asiento de atrás, camino del Pabellón de Deportes. Las viejas pulgas del chucho me invadieron en seguida, pero entré en el recinto de la pelea simulando un aire de modernidad. No rugían las gradas todavía, aunque éstas ya estaban casi enteramente ocupadas por la clientela más dura del suburbio, mazalbetes con rasgos de acero, legionarios muy tatuados, rufianes con cuello de cobra, y todos mascaban cacahuetes con la barandilla dentro de la tripa, esperando que apareciera un héroe vallecano. Bajo sus miradas de cuchillo pasaban ejecutivos del PSOE, altos funcionarios del Estado, amigos del Gobierno, para ocupar las sillas de pista, y antes de que los púgiles comenzaran a arrearse toñas en el cuadrilátero esta gente guapa y financiera, acompañada de hembras efímeras, al pie de las cuerdas despedía perfume de almizcle, se mordía con la sonrisa y hablaba de negocios no necesariamente sucios. Estos seres suelen dar los golpes al hígado desde el despacho.Mientras contemplaba este preámbulo yo no hacía sino abofetearme en un combate contra mí mismo, tratando de aplastar las pulgas de perro que había adquirido, pero nadie me aplaudía. Entonces salieron los púgiles y el público se puso a hervir. Sin duda el boxeo es un asunto infame. A pesar de eso, durante aquella velada en el pabellón, los puñetazos de los combatientes y los aullidos de los rufianes en las gradas parecían muy ingenuos. La violencia real se hallaba entre sedas en las primeras filas del ring. Sumergidos en una marea de golpes y gritos, los banqueros, altos funcionarios del Estado, amigos del Gobierno y hembras de compañía exhibían una mirada rigurosa y aún sonreían con cierto candor. No tenían nada que aprender. Ellos sabían dar mejores directos al hígado en la vida ordinaria. En esto me picó una pulga y yo me derribé a mí mismo de un derechazo. Salí vencedor.
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